(Foto referencial: Cataluña/Pixabay)
(Foto referencial: Cataluña/Pixabay)

Por: Giancarlo Carta y Virginia Pou, de

La está en una senda de clara expansión. La actividad y el empleo se recuperan, pero persisten niveles bajos de productividad, lo que resta competitividad y potencial al crecimiento a largo plazo y mantiene bajos los salarios. Sin embargo, esto no es nuevo. Históricamente, España ha experimentado un crecimiento de la productividad del trabajo inferior a la media de los países miembros de la Unión Económica y Monetaria (UEM). Y es que el país ha registrado un incremento promedio anual del 0.7% entre 1996 y 2017 frente al 1.1% de la UEM. Este diferencial se explica sobre todo por el sector privado, ya que en el sector público español el crecimiento fue superior al de la UEM (0.5% y 0.3% respectivamente). No obstante, en niveles, la productividad del sector público es aún bastante baja. Otro factor diferencial es que, en , esta mostró una evolución procíclica en el sector público y contracíclica en el privado. Entre otros factores, este comportamiento diferente se podría deber, por un lado, al tradicional papel del sector público como amortiguador del empleo y, por otro, al mal funcionamiento del mercado laboral español, que presenta una elevada tasa de temporalidad (por encima del 26%, frente al 13% que se registra en Europa). Esta cifra es algo inferior en el sector público -y más vinculada a los sectores sociosanitarios- que en el sector privado.

Para tener una imagen más completa del desempeño del sector público, es conveniente abordar mediciones alternativas a la productividad, que puedan reflejar mejor su complejidad. Mientras que la productividad se enfoca, casi exclusivamente, hacia cambios cuantitativos, la eficacia refleja mejor los aspectos cualitativos. A este respecto, una de las medidas más utilizadas es el Índice de Eficacia del Sector Público desarrollado por el Banco Mundial. Este indicador trata de identificar la percepción de la calidad de los servicios públicos, del grado de independencia a las presiones externas, de la calidad de la formulación e implementación de políticas y de credibilidad del compromiso de los gobiernos con las mismas. En este índice, se sitúa en el puesto 36 sobre 209 países en 2016, a la cola de Europa. Por el lado positivo, mejora desde su posición en 2006 en 12 puestos. Sin embargo, sigue por debajo de países como Francia o Alemania. Todo esto apunta a que hay todavía un amplio margen de mejora, hasta llegar a los niveles máximos que nos situarían en el grupo de cabeza de los países desarrollados.

Como se ha demostrado en muchos estudios, una mayor eficiencia y eficacia de las instituciones públicas se podría traducir en un mejor comportamiento de la economía en su conjunto, impactando positivamente en el desarrollo económico de un país, a través de la mejora de los niveles de PIB y de riqueza, además de incrementar la estabilidad macroeconómica o de mejorar la calidad del capital humano. Junto a ello, una menor burocracia y regulación, un mayor control de la corrupción, más transparencia y confiabilidad, y una gestión adecuada de las finanzas públicas, van asociadas a una mayor competitividad de la economía.

En un entorno en el que los recursos son escasos y en el que los ciudadanos, cada vez más formados, reclaman una mayor calidad de los servicios, el sector público se enfrenta al importante reto de mejorar la eficacia y la productividad. Para conseguir este fin, la adopción de las nuevas tecnologías puede ayudar a las administraciones públicas a prestar más y mejores servicios, reducir los tiempos de espera, así como a incrementar la transparencia de sus actuaciones. Para ello, es interesante avanzar, entre otros, en la “administración sin papeles” o en el uso de los datos de los ciudadanos para mejorar los servicios que se prestan. De esta forma, las estrategias de modernización de las administraciones públicas deben integrar (e integran) las tecnologías digitales entre sus principales objetivos.

Pero no se trata solo de esto. El desarrollo de una nueva sociedad digital está demandando un cambio organizativo del sector público, y una nueva forma de relacionarse más abierta, democrática y participativa con el ciudadano. Todo ello pone en el centro del debate el proceso de digitalización de las administraciones públicas, haciendo de este un objetivo prioritario de los gobiernos.