La minería vive la ausencia del Estado. Requiere legitimidad social, pero está sola para hacer frente a las demandas de la población.  (Foto: Bloomberg)
La minería vive la ausencia del Estado. Requiere legitimidad social, pero está sola para hacer frente a las demandas de la población. (Foto: Bloomberg)

Piero Ghezzi

Economista Hacer Perú

Una encuesta reciente indicó que el 58% de la población quería hacer cambios al modelo económico, pero mantenerlo. Un tercio, cambiarlo totalmente y solo un 5%, mantenerlo como está.

Esta preferencia mayoritaria contrasta con las opciones para la segunda vuelta, las cuales, hasta ahora, representan, en lo económico, “la continuidad del modelo” versus “cambiarlo todo”.

Insistir en la continuidad es injustificable. Es entendible que hace algunos años –cuando crecíamos a tasas altas y reducíamos la pobreza – el establishment rechazara hacer ajustes al modelo. Era equivocado –teníamos enormes debilidades estructurales–, pero entendible. Sin embargo, pedir la continuidad luego de varios años de bajo crecimiento y de que la pandemia nos ha terminado de desnudar es un despropósito.

Buscar “cambiarlo todo” es otro despropósito. Es comprensible: muchos peruanos se favorecieron poco del crecimiento económico de las últimas décadas y su situación se ha agravado recientemente. Pero no podemos ignorar los beneficios de las reformas económicas de los años noventa, que fueron las respuestas (correctas) al modelo estatista previo. Es un sinsentido e irresponsable proponer un cambio radical, improvisado e irreal que ni a un planificador de los setenta se le hubiera ocurrido.

Dos propuestas de cambio parecen posibles. La primera, el capitalismo popular. Este afirma que no se puede esperar nada del Estado, ya que este pone trabas a la iniciativa privada. Por ello, habría que reducirlo todo lo posible para que la población maneje los recursos económicos. Su solución radica en simplificación administrativa, reducción de impuestos, una reforma laboral, etc.

“Ni el capitalismo popular –que acentuaría nuestras debilidades estructurales– ni, menos aún, el estatismo irresponsable e improvisado –que haría que nuestra economía colapse– son el camino”.


Esta propuesta tiene algunos elementos atractivos. ¿Quién puede estar, por ejemplo, en contra de una simplificación administrativa? Pero, tomada en su conjunto, es inadecuada. Primero, asume que el crecimiento económico liderado por la inversión privada nos llevaría casi automáticamente a mejores instituciones. Segundo, asume que el mercado se autorregulará una vez que le “quiten las trabas”. Como si la única razón por la que tenemos conductas delictivas (y clubes) de todo tipo fuera por un Estado trabador.

La idea de otorgar el 40% del canon minero en dinero a la población ilustra lo inadecuado del capitalismo popular. La minería vive cotidianamente la ausencia del Estado. Requiere legitimidad social, pero está sola para hacer frente a las demandas de la población. El Estado debe acompañarla, liderando a tiempo la provisión de bienes y servicios públicos indispensables, y facilitando la diversificación productiva territorial.

Otorgar directamente el 40% del canon parece razonable, a primera vista, por el mal desempeño de gobiernos subnacionales. Sin embargo, tiene problemas mayúsculos. Primero, reduce el dinero disponible para cerrar las brechas sociales y productivas. Segundo, aumenta el déficit fiscal, ya que las demandas por gasto seguirán. Tercero, no fortalecerá las capacidades de los gobiernos subnacionales. No ayuda a convertir los recursos mineros en desarrollo. Cuarto, abre la puerta a pedidos interminables y eventualmente impagables: ¿no va a pedir el vecino también recibir cantidades similares de dinero en efectivo? ¿No habrá presión social para que el 40% aumente luego, sobre todo si bajan los precios de los minerales? ¿No se pedirá canon a otros sectores productivos para acceder al efectivo? En síntesis, no se construye nada. Ni literal ni metafóricamente. La solución a nuestros problemas no puede ser que cada uno baile con su propio pañuelo. Hay maneras mucho mejores de lograr objetivos similares (ver La Minería y el Desarrollo Territorial).

Ello nos lleva a una propuesta alternativa al capitalismo popular: la del Estado productivo. Implica fortalecer y aumentar la presencia del Estado. Sugiere que tenemos que hacer cambios significativos a nuestro modelo (lo que es posible en el marco constitucional actual) y priorizar proactivamente el desarrollo territorial. No será consecuencia del chorreo del crecimiento.

Este Estado (productivo) no es uno de empresas públicas o que escoja ganadores. Y menos que implemente propuestas tan descabelladas como un 70% de impuesto a la renta, sustitución de importaciones, nacionalización de empresas y destinar el 20% del PBI a salud y educación.

Es un Estado que, en cooperación con el sector privado, busque identificar qué se necesita para generar más empleo. Puede ser mejores normas, financiar infraestructura, mejorar el funcionamiento de entidades públicas, facilitar la articulación de cadenas de valor. Todo con una mentalidad de identificar y resolver problemas conjuntamente. Combinando lo mejor del Estado y del sector privado. Hay ejemplos concretos e ideas de cómo avanzar en esa dirección (ver el libro “El Estado productivo – Una apuesta para reconstruir la relación entre mercado y Estado en el Perú de la pospandemia”).

Se ha repetido recientemente que el sector privado lo hizo bien y que el Estado es fallido, como si uno no tuviera nada que ver con este. Como si el Estado fuesen “los otros”. El establishment debe obligar a que el Estado sea mejor. Si las capacidades públicas son limitadas es porque no nos han importado lo suficiente. Ni el capitalismo popular –que acentuaría nuestras debilidades estructurales y nos alejaría aún más del desarrollo– ni, menos aún, el estatismo irresponsable e improvisado –que haría que nuestra economía colapse– son el camino.