Un cambio. El consumidor mundial pide ahora mayores estándares sanitarios, ambientales, de calidad, etc.
Un cambio. El consumidor mundial pide ahora mayores estándares sanitarios, ambientales, de calidad, etc.

Por Piero Ghezzi
Economista

En las últimas semanas, hemos escuchado hablar frecuentemente sobre la necesidad de relanzar las políticas para mejorar nuestra competitividad y aumentar nuestra productividad. Incluso, el presidente Vizcarra se ha referido a ello en su último mensaje a la nación. Pero ¿qué ruta debemos seguir? Si queremos realmente avanzar, no podemos seguir la estándar.

Veamos. El problema no es solo peruano. En las últimas dos décadas, se crearon consejos nacionales de competitividad, de producción o de productividad en muchos países de América Latina. Uno de sus objetivos era subir en los rankings de competitividad. En todos los casos, los resultados han sido desalentadores y los consejos no han tenido el impacto deseado.

Más allá de los rankings, que además son imperfectos, es incuestionable que hay un estancamiento de la productividad de la región (relativo a EE.UU. y los países asiáticos).

Una razón es que aumentar la productividad es complejo. No existe una hoja de ruta. La receta histórica para aumentar la productividad e industrializar la economía, movilizar campesinos hacia la manufactura moderna, ya no funciona. Entre otras cosas, debido a cambios tecnológicos ahorradores de empleo (automatización, robotización e impresión 3D) y cambios en los patrones de consumo.

El tema se ha vuelto aún más complejo debido a cambios globales. A nivel productivo, hay una migración creciente a métodos avanzados: las empresas mejoran de manera continua sus procesos, se concentran en lo que hacen mejor y establecen relaciones de innovación colaborativa con sus proveedores. Estos métodos comenzaron en la manufactura, pero se utilizan hoy en diversos sectores, incluidos los de recursos naturales (agricultura, acuicultura, ganadería moderna, minería, etc.). Un segundo cambio es que el consumidor mundial pide ahora mayores estándares sanitarios, ambientales, de calidad, etc. Estos suelen reflejarse en regulaciones nacionales y, en otras ocasiones, en requisitos y certificaciones que los productores deben cumplir para insertarse en cadenas de valor internacionales.

Todo ello implica enormes (y crecientes) necesidades de coordinación. Primero, privado-privada: el sector privado no solo necesita mejorar continuamente sino cumplir con los estándares y/o coordinar con sus compradores, proveedores y otras empresas de su sector o cadena de valor. Segundo, público-privada: para tomar decisiones, el sector público necesita información que a veces solo los privados tienen, pero la comunicación es complicada; la ausencia de esta deriva frecuentemente en políticas inadecuadas. Tercero, público-pública: las entidades públicas deben proveer simultáneamente insumos necesarios para la actividad privada, pero suelen funcionar como compartimentos estancos, generando políticas públicas desalineadas, procedimientos excesivamente burocráticos, etc.

La receta estándar para elevar la productividad —fortalecer sus pilares (infraestructura, capital humano, institucionalidad, etc.) a través de políticas transversales— es insuficiente. El desarrollo de los países está asociado a dicho fortalecimiento, pero la causalidad es de doble vía y el proceso es lento, difícil e incierto. Debemos trabajar con el capital humano y la institucionalidad que tenemos hoy. Además, la mayoría de los problemas de coordinación son sectoriales, no transversales, y deben resolverse en esa dimensión.

Se requiere, por ello, una política industrial, es decir, con impacto diferenciado por sector, pero moderna. El profesor Dani Rodrik de Harvard dijo en un artículo reciente que la política industrial moderna debe ser un proceso de colaboración estratégica público-privado, con aprendizaje (¿qué limitaciones enfrentan las empresas?), experimentación (¿cuáles son las mejores maneras de eliminar/compensar las limitaciones?), coordinación (¿están a bordo todas las ramas relevante de gobierno?), monitoreo y evaluación (¿se está avanzando?) y revisión (¿se incorpora el aprendizaje a nuevas políticas?). Indica también que una de las tecnologías más prometedoras en esa dirección son las mesas ejecutivas del Perú, relanzadas recientemente.

Independientemente del instrumento utilizado, lo importante es que las políticas públicas para la productividad sean basadas en evidencia e iterativas (como ocurre con frecuencia en Asia). Algunas de estas características pueden estar en los programas de apoyo a clústeres. En Colombia, por ejemplo, se han desarrollado interesantes iniciativas departamentales (bottom-up) de clústeres con logros concretos. Ello a pesar del consenso en que sus políticas públicas nacionales proproductividad, con toda su parafernalia institucional (sistema nacional de competividad, consejo nacional de competitividad, consejo privado de competitividad, alta consejería presidencial para la competitividad, etc.) y una serie de planes, han sido inefectivas.

Es bueno llevar la mejora de nuestra productividad y competitividad a la discusión pública. Pero lograr un impacto real requerirá aceptar que lo que se ha hecho no ha logrado los resultados esperados. El problema no es tener un plan: es pensar que este puede adelantarse a un futuro incierto. Tampoco lo es tener una nueva política nacional o una larga lista de propuestas para promover la competitividad: es no darse cuenta de que se aprenderá mucho más en la implementación.

En suma, el problema reside en actuar con rigidez excesiva y asumir que conocemos todas las respuestas. En estos tiempos de alta incertidumbre y múltiples necesidades de coordinación, las políticas públicas para la productividad deben ejecutarse en colaboración estratégica con el sector privado (pequeño y grande) y deben ser basadas en evidencia, ágiles y con aprendizaje continuo. Podemos llamarlas mesas ejecutivas, iniciativas para clústeres o extensionismo. Lo importante es que funcionen.