Juan José García Chao, economista de Síntesis Consultoría
Mientras se termina de dilucidar si nuestro presidente electo Pedro Castillo optará por la moderación o abrazará las ideas económicas de izquierda radical, no debemos perder de vista lo que se está gestando en la economía global, cuyo desenlace podría tener dimensiones similares a la crisis de Lehman del 2009 o, incluso, a la de la gran depresión de 1939.
Hace dos semanas saltaron las alarmas de inflación en Estados Unidos, ya que por primera vez en 13 años la variación del índice de precios al consumidor se incrementó en 5%. Dicho incremento responde a los estímulos monetarios que introdujo la Reserva Federal para hacer frente al golpe que generó la pandemia. Sin embargo, no ha sido el único impulso; ya que, a lo largo de estos 12 años, desde la crisis subprime, la base monetaria de Estados Unidos se multiplicó por 10.
Es importante resaltar que esta alarma de inflación resulta ser un fenómeno tardío a más de una década de experimentos monetarios; puesto que existen otras alarmas, a las que se le presta poca atención, pero son útiles para arrojar luz a los actuales desajustes monetarios: la evolución de los precios de activos financieros en los mercados bursátiles internacionales.
Por ejemplo, recientemente el precio internacional de la soya llegó a US$575 por TM, el más alto registrado desde setiembre de 2012 (FRED); pero la producción global de esta semilla para el periodo 2021-22 alcanzará los 385,500 millones de TM, 43% adicional a lo producido en el periodo 2012-13. Uno podría pensar que el aumento del precio se explica por el aumento los costos de transporte por las restricciones impuestas durante pandemia. No obstante, dicha hipótesis no explica por qué el aumento de la base monetaria de Estados Unidos se correlaciona con la tendencia explosiva de los precios de los metales, las acciones o las criptomonedas.
El aumento de la base monetaria no se ha canalizado hacia la economía real, como por ejemplo aumentar la capacidad productiva de determinado sector, sino como créditos para la compra de activos financieros. Al ser los precios de los comodities también activos financieros (Ej. Futuros), el exceso de liquidez los presiona al alza. Entonces, el efecto de la política ultra expansiva de la Reserva Federal de una década es el de terminar “exportando” la inflación hacia otros países, vía el aumento de los precios de los insumos. En realidad, no es que dichos bienes valgan más, sino que el dólar vale cada vez menos.
¿Qué hacer?
Ante esta situación, la ortodoxia económica apunta a restringir la cantidad de dinero en la economía, vía un incremento en la tasa de interés de referencia, la cual es hoy cercana a 0.6% y es, por cierto, absolutamente artificial. Para ponerlo en contexto, si hoy prestáramos S/100, después de un año cobraríamos 60 centavos. Lamentablemente, liberar la tasa de interés es imposible dadas las actuales condiciones de endeudamiento, tanto de los países como del sector privado.
A nivel de países, el sector público norteamericano cuenta con una deuda equivalente al 108% del PBI, siendo una de las economías desarrolladas más endeudadas, por detrás de Japón, quien cuenta con un nivel de endeudamiento público del 266% del PBI. Si bien el grueso de la deuda nipona es doméstica (el gobierno le debe a sus ciudadanos), no deja de ser un problema mayor.
Incrementar la tasa de interés de referencia generaría efectos fiscales inmanejables, ya que, dado su gigantesco volumen, el pago del servicio de la deuda pública golpearía con severidad las arcas fiscales de todas las economías sobre endeudadas. Ante ello, ningún político con aspiraciones a construir una carrera exitosa “haría lo que se tiene que hacer”.
Al analizar los volúmenes de deuda según sector, se puede apreciar que el gobierno federal de Estados Unidos y el sector financiero de ese país son los más endeudados, seguido de cerca por el sector corporativo no financiero y las familias. Nunca en la historia de la humanidad existió tanta deuda -en términos relativos y absolutos- como en la actualidad.
Para ponerlo en perspectiva, si en la década de los 60 Estados Unidos necesitaba US$1.5 de deuda para generar US$1 de PBI; en la década de los 90 necesitaba US$2.5 y en la era del coronavirus necesita US$4 por cada dólar de crecimiento. Esto es a todas luces insostenible.
El impacto en Perú
Entonces, ¿si el dólar está perdiendo valor en el mundo, porque aquí el tipo de cambio no para de subir? La respuesta es simple: la gran incertidumbre frente al rumbo que tomará la economía peruana está generando que el sol pierda valor más rápido del que pierde a la divisa norteamericana.
Si el dólar por el momento mantiene su estatus de “reserva”, no es porque la economía de EUA sea la más sólida, sino porque gracias a los remanentes del acuerdo de Breton Woods, firmado 1944, que establecen que el comercio internacional y la economía global se soportarían sobre el dólar. ¿El resultado? La posibilidad de “emitir” sin restricciones frente a una demanda que parecía infinita, pero todo indica que el dólar tiene fecha de caducidad. ¿Qué pasaría en el mundo si repentinamente los comodities internacionales cotizaran en otra moneda?
En este artículo no intento predecir la muerte del capitalismo, sino de señalar el abuso de un buen sistema que por la captura política ya se agotó. La economía en cierta medida es como la física: existen ciertas leyes de las cuales los mortales no podemos escapar. Tarde o temprano las economías mundiales tendrán que enfrentar la consecuencia de la imprudencia monetaria de tres décadas. El desenlace es de pronóstico reservado; pero podemos esperar corrección de precios de activos, un golpe al sistema financiero y una reducción en la actividad.
Si estos riesgos se materializan, sin duda alguna afectarán a la economía peruana. ¿Cómo responderá el MEF? ¿Cómo responderán los nuevos mandos del BCRP? ¿Qué nos espera a los simples mortales que tenemos ahorros en un sistema vulnerable? Difícil de responder, pero sin duda estamos frente a un cambio de paradigma. El dólar posiblemente no es ni será la primera moneda hegemónica en ser abandonada.