Pisihuancay es solo una comunidad imaginaria; pero es una de las centenares que hay desperdigadas a lo largo de los Andes. Podría ser cualquiera de las 7,267 comunidades campesinas reales que hay en el Perú.
Pisihuancay es solo una comunidad imaginaria; pero es una de las centenares que hay desperdigadas a lo largo de los Andes. Podría ser cualquiera de las 7,267 comunidades campesinas reales que hay en el Perú.

Por Enrique Delgado

Consultor en Comunicaciones y Relaciones Comunitarias, Director de Efecto Estrategia Comunicaciones

Pongamos que hablo de Pisihuancay. Es una comunidad campesina sobre los 3,500 metros y a casi 10 horas de la ciudad más importante de la región. Con apenas una posta médica y un colegio de primaria para 25 niños. Más de la mitad de sus, digamos, 350 habitantes supera los 65 años; los jóvenes en su mayoría migraron a la ciudad en busca de las oportunidades que su pueblo jamás les dará. Su agricultura es casi de autosubsistencia y los pocos excedentes (frutas, algo de quesos y maíz) se llevan a la feria que se hace una vez a la semana en la capital del distrito. El resto de compras las hacen en un par de bodeguitas y en algunos de los camiones que llegan al pueblo un par de veces por semana. El camino es una trocha casi intransitable 3 o 4 meses al año. Nadie tiene el castellano como lengua materna.

Para ellos no hay Pensión 65. O si la hay, el trámite es tan engorroso que resulta inalcanzable. Banco de la Nación o cajero automático son conceptos casi abstractos, tanto como las canastas y los bonos.

La idea de Municipalidad es también lejana. Acuden a las urnas cada tanto que se convoca a elecciones, pero una vez que es elegido el alcalde, se dan cuenta de que este en realidad no reside en el distrito y mucho menos en su localidad; es tan solo una figura que aparece de vez en cuando. Preguntarnos por su capacidad para ejecutar el presupuesto es inútil; saber qué va a pasar con las canastas que ha ofrecido el gobierno, es un albur. Obviamente no hay comisaría a la mano. El Estado no existe para ellos.

Esto de la enfermedad los ha llenado de preocupación. La única radio que llega al pueblo les ha hablado del “aislamiento social obligatorio” y la única estación de TV que captan les muestra la crisis de las ciudades, a la vez que les dice que se debe acatar el “distanciamiento social”. Pareciera que las autoridades no saben que ellos tienen que trabajar e ir al campo si quieren comer, y que sus actividades son todas sociales: primos, sobrinos, ahijados, compadres, juntos son una unidad productiva y de supervivencia.

Con esta incertidumbre, Pisihuancay ha cerrado sus vías de ingreso. Han plantado un par de trocos cruzados por una cadena a la salida del puente que lleva al pueblo. Nadie entra, nadie sale. Pero también saben que esa situación no podrá sostenerse para siempre. Si no es la cuadrilla que da mantenimiento al camino, serán los funcionarios municipales, el alcalde, el cura o alguna de las dos profesoras del pueblo. Y cuando ese día llegue, el Estado no estará a horas, sino a días o semanas de darles una ayuda. Eso lo saben, mejor que nadie, las dos abnegadas enfermeras de la posta, claramente desabastecida e insuficiente. Saben que luego de décadas de anemia y de respirar diariamente el humo de las cocinas a leña, buena parte de sus habitantes tienen problemas bronquiales y serán pasto del Covid19.

Pisihuancay es solo una comunidad imaginaria; pero es una de las centenares que hay desperdigadas a lo largo de los Andes. Podría ser cualquiera de las 7,267 comunidades campesinas reales que hay en el Perú. Ellos no saben de la teoría sobre “el martillo y la danza” de la que habló el presidente Vizcarra para enfrentar la enfermedad. Ellos tampoco saben que son los “otros” en todas las encuestas y estadísticas. Ellos son los otros y para ellos recién empezará la danza. Ellos son el próximo reto del Estado y de nosotros.