Carlos Anderson
La probabilidad de que Joe Biden obtenga más de los 270 votos requeridos del Colegio Electoral para ser elegido presidente es -según el modelo predictivo de la revista The Economist- 95%. Y la probabilidad de que obtenga el mayor número de votos (la votación popular) es 99%. Es decir, a unos días de la elección presidencial más bizarra de la historia norteamericana, con mascarillas incluidas, el candidato del Partido Demócrata es -como dirían en Estados Unidos- un “shoe in”, un seguro ganador. Pero ¿lo es?
La verdad, con Donald Trump nunca se sabe. Ya el presidente en funciones ha “advertido” que -como en el 2016- se prepara un gran fraude (“gran fraude” porque “un pequeño fraude” no estaría a su altura), ignorando que el único que podría organizar tal cosa es quien ejerce el poder del Estado. ¡Wait a minute! Pero ¡si quien hoy ejerce el poder del Estado es él mismo! ¡Oh, well! Así es el presidente Trump: contradictorio, caprichoso, inescrupuloso, mentiroso… y hasta hace poco, sumamente exitoso. Aunque incluso esto último podría ser objeto de debate.
Ciertamente, hasta antes de la pandemia, el presidente Trump podía vanagloriarse de una más que aceptable performance económica, con una tasa anual de crecimiento del PBI superior a su velocidad de crucero, la tasa de desempleo más baja de la historia económica norteamericana, los salarios creciendo a un ritmo anual de casi cinco por ciento y los mercados financieros en estado de gracia.
¡Que importa que sus recortes de impuestos hayan favorecido desproporcionadamente a los más ricos, que su programa de desregularización económica haya debilitado los mecanismos de protección medioambiental, que su “hermosa reforma del sistema de salud” no haya logrado jamás despegar del campo de las ideas, que México no haya pagado un dólar por los pocos kilómetros construidos de la Gran Muralla que constituyó uno de los ejes centrales de su campaña el 2016, o que su incapacidad para la empatía y sus profundos odios raciales hayan llevado al gran país del norte a un estado de alta conflictividad social.
Pero a ninguna de estas falencias en particular ni a todas ellas en general puede atribuírsele su actual estado de inanición electoral. No. Su Waterloo se llama covid-19. Y es que ni siquiera los más de 230 mil muertes y los casi 9 millones de infectados en los Estados Unidos lo han convencido de la necesidad de tomar todo lo relacionado a la pandemia con la madurez, seriedad, sensibilidad y determinación que la crisis requiere.
En su caso, ha primado siempre su necesidad imperiosa de ser reelegido a como dé lugar, llegando al extremo de detener las negociaciones bipartidarias que hasta hace unos días se venían llevando a cabo en el Congreso norteamericano para lanzar un nuevo paquete de ayuda a familias y empresas. Ahora, las negociaciones y el nuevo paquete deberán esperar hasta que se produzca su “hermosa y gigantesca reelección” este 3 de noviembre.
Después de todo -razona Mr. Trump-, qué puede detener el destino de un hombre que, sin ayuda, solito, “se ha enfrentado y derrotado al virus chino”, y que no ha dejado que el covid-19 domine su vida y lo obligue a hacer lo que no quiere, incluido usar mascarillas o someterse a esa aberración llamada “distanciamiento social”. Además, por si no lo sabían, él es -según su propio diagnóstico- probablemente inmune.
Hasta aquí la anécdota, el pie de página. Acabada la mini-era Trump, lo que la historia registrará es la figura de un presidente infatigable en sus esfuerzos por socavar la gran democracia norteamericana, en aras de un personalismo narcisista, insano, insensible y corrupto. Pero la historia también registrará que el 3 de noviembre de 2020, el pueblo estadounidense no le dijo simplemente adiós al Sr. Trump. Aliviado de verse libre de su insoportable presencia, le gritó: ¡Good riddance, Mr. President!