Un ejemplo más conocido es el de la calidad de la educación privada: hemos dejado por años que el mercado la autorregule, y ya sabemos qué ocurrió. (Foto: GEC)
Un ejemplo más conocido es el de la calidad de la educación privada: hemos dejado por años que el mercado la autorregule, y ya sabemos qué ocurrió. (Foto: GEC)

Por Piero Ghezzi

En los últimos meses, se ha generado una corriente en la derecha liberal peruana que indica que uno de los problemas de nuestro modelo económico es que ha devenido, en la práctica, en mercantilista. El problema no sería el en sí, sino su desvío hacia la gran empresa. Por tanto, debemos ir del modelo de libre empresa actual a otro de libre mercado, con gobiernos que se “mantengan lo más lejos posible del gran capital”.

Este argumento tiene aristas válidas. Es evidente la degradación del capitalismo hacia el clientelismo, la anticompetencia y la corrupción. Los (sistemáticos) eventos de los últimos años en el Perú no dejan duda de ello. Esto, obviamente, no ocurre solo en el Perú. En su excelente libro “The Great Reversal”, Thomas Philippon documenta la significativa caída de la libre competencia en Estados Unidos en las últimas dos décadas, debido a la influencia de grandes empresas que han reducido los estándares regulatorios, han limitado la libre entrada de competidores y han influenciado en la política. Ello se ha reflejado, a menudo, en precios más altos pagados por los consumidores y en menor inversión y actividad económica.

Pero la tesis de que “no hubo suficiente libre mercado” es, hasta cierto punto, tautológica. Que un modelo no funcionó porque “no se profundizó lo suficiente” es un argumento circular para justificar fracasos. Los problemas del capitalismo actual son más profundos que simples “desviaciones” al modelo, y sus soluciones van más allá de implementar realmente reformas promercado.

Aceptémoslo, el mercado muchas veces no resuelve los problemas. Hay cosas que en teoría deberían ocurrir, pero en la práctica no ocurren. Por ejemplo, en la costa peruana tenemos cientos de miles de hectáreas con cultivos de arroz, conviviendo con cultivos mucho más eficientes, rentables y ambientalmente amigables, como el espárrago. Pero casi no se produce la reconversión de cultivos. De hecho, uno de los enigmas en la economía es que la difusión de tecnologías claramente superiores es lentísima, sin razón aparente.

Un ejemplo más conocido es el de la calidad de la educación privada: hemos dejado por años que el mercado la autorregule, y ya sabemos qué ocurrió.

Estos y otros problemas, particularmente cuando atañen a pequeños productores, no se van a solucionar con un Estado que simplemente fomente la libre competencia, reduzca la burocracia, busque la simplificación administrativa y deje que las fuerzas del libre mercado funcionen.

Para que la economía progrese, el Estado tiene que hacer más que “eliminar trabas”. Más importante que las fallas del Estado por hacer lo que no debe hacer, son aquellas que resultan de que el Estado no haga lo que sí debería hacer.

La ciencia económica moderna acepta, por ello, que hay una serie de razones para la intervención del Estado, como externalidades, necesidad de bienes y servicios públicos, monopolios, e información asimétrica. Y las razones políticas pueden ser incluso mayores.

Estos motivos han aumentado en las últimas décadas. El mundo exige cada vez mayores estándares (ambientales, laborales, éticos, sanitarios, de inocuidad), que muchas veces tienen que reflejarse en normativas locales. Además, hay cambios tecnológicos en la producción, y mucha incertidumbre con respecto al futuro. Todo esto produce tremendas y crecientes necesidades de coordinación: dentro del sector privado, dentro del Estado y entre el sector privado y el Estado.

La solución a estos problemas no puede ser que el Estado se “mantenga lo más lejos posible del gran capital”. Si eso ocurre, el Estado no va a tener suficiente información para tomar decisiones. Primero, se van a dar normas divorciadas de la realidad y de muy mala calidad, que no entienden la realidad productiva privada. Segundo, no se van a proveer los bienes públicos requeridos. Y tercero, algo fundamental: no van a articularse los actores públicos y privados. El mundo productivo moderno requiere inevitablemente interacciones y cooperación público-privada (y dentro del Estado) si se quiere avanzar hacia el desarrollo.

Se necesita, por lo tanto, un equilibrio y una distancia prudencial y transparente entre el Estado y el sector privado. Ni tan cercana que resulte en captura o corrupción, ni tan lejana que no permita que la información fluya.

El problema no es que el Estado sea proempresa privada, incluso si esta es grande. Si el objetivo es que implemente las políticas públicas necesarias para aumentar la productividad de las empresas y la economía, ser proempresa debe ser bienvenido. El problema es cuando las políticas públicas no buscan aumentar la productividad, sino que son únicamente prebendas mercantilistas.

Decir que el problema fundamental del modelo es que ha sido proempresa en lugar de promercado suena bien, pero es impreciso y complaciente. Debemos encontrar el balance entre Estado y mercado que permita desarrollar nuestro potencial, en empresas de todos los tamaños, sin prebendas, mercantilismos ni falsas dicotomías.

Más importante que las fallas del Estado por hacer lo que no debe hacer, son aquellas que resultan de que el Estado no haga lo que sí debería hacer.