Redacción Gestión

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Es bien sabido que los motivos que mueven a los votantes en referéndums sobre cuestiones europeas, suelen estar más relacionados con sentimientos de afección o desafección hacia el proyecto europeo (o incluso con cuestiones de política interna), que con la pregunta en sí misma. En el caso del referéndum sobre Brexit la pregunta es muy general (quedarse o salir), y su resultado no parece que se vaya a dilucidar en función del acuerdo firmado por el Consejo Europeo o, ni siquiera, de los argumentos económicos. Más bien, la campaña juega con cuestiones más etéreas como la "burocracia de Bruselas", el "abuso de los inmigrantes" del sistema de bienestar británico o los miedos a las variadas consecuencias que podría tener una salida (menor atención de Estados Unidos a su aliado tradicional, nuevas demandas de referéndum en Escocia o la incertidumbre asociada a la negociación de nuevos tratados comerciales). Quizás una derrota ya producida de antemano es que la idea de participar en un proyecto común europeo no está siendo utilizada activamente por los partidarios de la permanencia.

Los argumentos económicos a favor de la salida son débiles. El ahorro de la contribución al presupuesto común europeo sería muy pequeño (de 0.5% del PIB), y estaría por ver si el nuevo estatus en las relaciones con la UE no supondría algún tipo de contribución. Los efectos positivos que una menor regulación económica tendrían sobre el crecimiento son inciertos, y posiblemente pequeños, dado que el Reino Unido es una economía de por sí bastante liberalizada y la carga regulatoria, que supone su pertenencia a la UE, es de segundo orden.

Los costes de una salida han sido bien identificados en los numerosos análisis que se han publicado estos meses, aunque su impacto es difícil de evaluar, lo que está siendo bien utilizado por la campaña en favor de la salida. A medio y largo plazo, podría haber una reducción del comercio exterior con el resto de Europa y una disminución de los flujos de inversión extranjera, que dependerían mucho del tipo de acuerdos que se firmasen tras la salida (no sólo con la UE, sino también con terceros países con los que la Unión ha negociado en nombre de sus países miembros). La probable reducción de los flujos de inmigración a los que llevaría el Brexit podría tener un impacto también significativo sobre la oferta de trabajo y, por tanto, sobre el crecimiento, en un país con una tasa de desempleo muy reducida. La mayoría de los estudios sitúan el coste de salida sobre el nivel de PIB en tres o cuatro años entre el 1% y el 3%, aunque un estudio reciente para el CBI (la asociación patronal) lo llega a elevar al 5%. Algún análisis aislado defiende una ganancia para el Reino Unido.

Más allá de estos costes inciertos a medio plazo, la incertidumbre asociada al impacto económico de una salida y a la nueva negociación de tratados (que podría llevar dos años o más), podrían tener un impacto significativo sobre la actividad, el tipo de cambio y la estabilidad financiera a corto plazo, como bien ha recordado esta semana el Banco de Inglaterra, que señala el Brexit como el mayor riesgo doméstico para este año. El nuevo estatus de la City tras un eventual Brexit puede estar detrás de estas dudas, pero no hay que olvidar también que, a pesar del éxito económico de la economía británica en relación al resto de Europa en las dos últimas décadas, el crecimiento ha ido asociado a un déficit persistente de cuenta corriente, reflejo a su vez de un crecimiento de la productividad muy débil. Y es que es una economía que ha crecido en buena parte gracias a la acumulación de recursos (de capital y mano de obra cualificada, en parte extranjera), algo que se puede ver amenazado por la nueva situación.

El resultado del referéndum es muy difícil de prever en estos momentos, con ligera ventaja para la permanencia, pero con una campaña a favor de la salida más dinámica. En cualquier caso, la incertidumbre sobre este resultado y su eventual impacto, no ayudan en estos momentos a una Europa con muchos problemas más importantes que resolver.

Por Miguel JiménezEconomista para Europa en BBVA Research