El hecho de que la economía italiana esté en el punto de mira de los inversores y de la Comisión Europea, por haber presentado un presupuesto con un objetivo de déficit público de un aparentemente moderado 2.4% del PIB, puede parecer paradójico si no se entienden bien algunos factores diferenciadores que han acompañado esta crisis.

El primero es el cambio de orientación fiscal. Italia lleva décadas con un crecimiento por debajo de la media europea, una renta per cápita estancada y un ratio de deuda pública muy elevado, pero una de las fortalezas que se le reconocían, además de disfrutar de una tasa de ahorro interno elevada, era la relativa prudencia fiscal que llevaba a limitar el déficit público a sus gobiernos, conscientes de la fragilidad de tener un ratio de deuda tan elevado. Esto ha cambiado ahora. El nuevo ejecutivo quiere implementar estímulos fiscales en contra de lo acordado previamente con sus socios europeos y, sobre todo, frente a la lógica evidente de que una economía cuasiestancada durante más de dos décadas tiene problemas más graves que la falta de demanda (sobre todo cuando la economía europea crece por encima de su potencial).

El segundo factor diferenciador es el de los gestos. El discurso antieuro de algunos de los nuevos responsables políticos estuvo presente en la campaña electoral, y lo sigue estando de manera intermitente. Las referencias esporádicas a planes para emitir pseudo-monedas paralelas, el forcejeo inicial (y fracasado) para nombrar ministro de finanzas a un economista muy euroescéptico, o las respuestas más recientes de algunos responsables políticos ante las dudas razonables de la Comisión o de los inversores (“mercados terroristas”, “especuladores”, “burócratas europeos” y pisotones diversos) no han ayudado a generar confianza. La moderación esperada por muchos, una vez que el nuevo gobierno entrase en faena, no se ha producido, en parte porque los dos principales partidos de la coalición están en precampaña ante las elecciones europeas de mayo (muy importantes para la Liga) y ante eventuales nuevos comicios generales, que no cabría descartar dadas las tensiones entre dos partidos coaligados que, en el fondo, proceden de los dos extremos del espectro político.

Otro elemento al que no se ha prestado mucha atención, pero que tampoco ayuda a generar confianza en el nuevo presupuesto, es el hecho de que algunas de las medidas expansivas que se proponen pueden limitar el potencial de crecimiento de la economía, ya de por sí muy débil. Facilitar la jubilación anticipada con una demografía estancada (y cuando el resto de los países avanzados están aumentando la edad de jubilación) parece una reforma en la dirección equivocada. Y la renta básica, que es un instrumento legítimo que se cita en todos los debates sobre la desigualdad ligada a los cambios tecnológicos es, en su versión italiana, un seguro de desempleo extendido que puede generar desincentivos al trabajo legal, sobre todo si la condicionalidad que se ha prometido no se controla adecuadamente. Tampoco las medidas de amnistía fiscal, consustanciales a casi cualquier gobierno italiano que se precie, van a reforzar las ganas de cumplir las obligaciones fiscales en el futuro.

La situación en los últimos días, tras la presentación del presupuesto, es de un equilibrio muy precario, con el diferencial de la deuda italiana consolidado por encima de los 300 puntos básicos (pero sin acercarse a los 400 que podrían llevar al gobierno a dar marcha atrás), las agencias de rating reduciendo su valoración al nivel mínimo dentro del grado de inversión (Moody’s ya lo ha hecho), pero sin traspasarlo, y la petición de Europa de presentar un nuevo presupuesto (que parece que Italia va a ignorar). Con las sendas de déficit presentadas (2,4%, 2,1% y 1,8% del PIB en los próximos tres años), un crecimiento previsto por la mayoría de los economistas alrededor del 1% y unas primas de riesgo similares a las actuales, el ratio de deuda no crecería, pero tampoco caería significativamente, como estaba previsto en el último programa de estabilidad. Y esa permanencia en niveles elevados la hace muy vulnerable a cualquier shock de cara al futuro.

Por Miguel Jiménez González-Anleo
Economista jefe de BBVA Research para Europa