capitalismo
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El capitalismo ha sufrido una serie de poderosos golpes a su reputación en la última década. La sensación de que se trata de un sistema hecho para beneficiar a los propietarios del capital a expensas de los trabajadores es profunda. En el 2016, una encuesta reveló que más de la mitad de los jóvenes estadounidenses ya no apoyan el capitalismo. Esta pérdida de fe es peligrosa, pero también es justificada.

El capitalismo de hoy tiene un problema real, pero no el que a los proteccionistas y populistas les gusta promover. La vida se ha vuelto demasiado cómoda para algunas empresas de la vieja economía, mientras que, en la nueva economía, las empresas de tecnología han construido rápidamente poder de mercado. Una revolución es necesaria, una que desate la competencia, obligando a recortar las ganancias anormales hoy y asegurando que la innovación pueda prosperar mañana.

Los países han actuado para impulsar la competencia en el pasado. A comienzos del siglo XX, Estados Unidos rompió los monopolios de los ferrocarriles y la energía. Después de la segunda guerra mundial, Alemania Occidental puso la creación de mercados competitivos en el centro de su proyecto de construcción nacional. El establecimiento del mercado único europeo, un proyecto defendido por Margaret Thatcher, valoró la apertura de los mercados internos a las empresas extranjeras dinámicas. Ronald Reagan fomentó la competencia a lo largo de gran parte de la economía estadounidense.

Hoy se necesita una transformación similar. Desde 1997, la concentración del mercado ha aumentado en dos tercios de las industrias estadounidenses. Una décima parte de la economía está formada por sectores en los que cuatro empresas controlan más de dos tercios del mercado. En una economía saludable, se esperaría que los beneficios se redujeran en función de la competencia, pero el flujo de efectivo libre de las empresas es 76% superior a su promedio de 50 años, en relación con el PBI.

En Europa la tendencia es similar, aunque menos extrema. La participación de mercado promedio de las cuatro firmas más grandes en cada industria ha aumentado en tres puntos porcentuales desde el 2000. En ambos continentes, las empresas dominantes se han vuelto más difíciles de desafiar.

Los beneficiados se burlan de la idea de que la tienen fácil. Argumentan que mientras los mercados se consolidan a nivel nacional, la globalización sigue calentando el horno de la competencia. Pero en industrias que ahora están menos expuestas al comercio, las empresas están obteniendo enormes beneficios. Calculamos que el conjunto global de ganancias anormales es de US$ 660,000 millones, más de dos tercios de las cuales se hacen en Estados Unidos, un tercio de eso en las empresas de tecnología.

No todas estas rentas son obvias. Google y Facebook brindan servicios populares sin costo para los consumidores. Pero a través de su control sobre la publicidad, suben sutilmente los costos de otras empresas. Varias industrias de la vieja economía con altos precios y grandes ganancias se esconden debajo de la superficie del comercio: tarjetas de crédito, distribución farmacéutica y verificación de situación crediticia.

Cuando el público lidia más directamente con los oligopolistas, el problema es más claro. Las protegidas aerolíneas de Estados Unidos cobran más que sus pares europeas y ofrecen un servicio peor. Las empresas de televisión por cable son conocidas por sus altos precios: se estima que el cliente promedio de televisión de pago en Estados Unidos gasta un 44% más hoy que en 2011. En algunos casos, la ira pública abre la puerta a los recién llegados, como Netflix. Sin embargo, con demasiada frecuencia no lo hace. Los mercados incluso valorizan a los participantes amigables con el consumidor, como Netflix y Amazon, como si también se fueran a convertir en monopolios.

El creciente poder del mercado ayuda a resolver varios enigmas económicos. A pesar de las bajas tasas de interés, las empresas han reinvertido una tacaña parte de sus beneficios extraordinarios. Esto podría deberse a que las barreras a la competencia mantienen fuera incluso a los recién llegados con acceso a buen financiamiento.

Además, desde el cambio de milenio, y particularmente en Estados Unidos, la participación del trabajo en el PBI ha estado disminuyendo. Los precios monopolísticos pueden haber permitido a las firmas poderosas devorar el poder adquisitivo de los salarios. La participación laboral ha disminuido más rápidamente en industrias con creciente concentración. Un tercer enigma es que el número de nuevos participantes ha estado disminuyendo y el crecimiento de la productividad ha sido débil. Esto también puede explicarse por la falta de presión competitiva para innovar.

Algunos argumentan que la solución a los excesos de capital es abrir espacio a los trabajadores en él. Elizabeth Warren, una posible candidata presidencial estadounidense, quiere poner a más trabajadores en los directorios. El Partido Laborista británico promete la propiedad obligatoria de los empleados. Y casi todos en la izquierda quieren revitalizar el poder decreciente de los sindicatos. Hay un papel para los sindicatos en una economía moderna. Pero un retorno al capitalismo al estilo de la década de 1960, en el que los oligopolios hinchados ganan grandes márgenes pero reparten a los trabajadores bajo la amenaza de huelgas, es algo que se debe evitar.

Tolerar los beneficios anormales siempre y cuando se distribuyan de una manera que satisfaga a quienes tienen el poder es una receta para el amiguismo. Las personas privilegiadas podrían tener un buen pasar: mire la brecha entre los trabajadores mimados y los extranjeros olvidados de Italia. Pero una economía compuesta por acomodados eventualmente verá un colapso vía innovación y por lo tanto un estancamiento en los estándares de vida.

Es mucho mejor deshacerse de estos excesos en sí mismos. El poder de mercado debe ser atacado de tres maneras. Primero, los datos y la propiedad intelectual deben utilizarse para impulsar la innovación, no para proteger a quienes se benefician de ellos. Eso significa liberar a los usuarios de los servicios de tecnología para que se puedan llevar su información a otra parte. También implica exigir a las grandes plataformas que pongan a disposición de sus rivales datos masivos anónimos, vía licencias. Las patentes deben ser más raras, más cortas y más fáciles de impugnar en los tribunales.

En segundo lugar, los gobiernos deberían derribar las barreras de entrada, como las cláusulas de no competencia, requisitos de licencias ocupacionales y complejas regulaciones escritas por lobistas de la industria. Más del 20% de los trabajadores estadounidenses deben poseer licencias para realizar su trabajo, en comparación con solo el 5% en 1950.

En tercer lugar, las leyes antimonopolio deben adaptarse al siglo XXI. No hay nada de malo en el cometido de quienes promueven el bienestar del consumidor. Pero los reguladores deben prestar más atención a la salud general competitiva de los mercados y a los retornos del capital. Los reguladores de Estados Unidos deberían tener más poderes, como los británicos, para investigar los mercados que se están volviendo disfuncionales. A las grandes empresas tecnológicas les resultará mucho más difícil neutralizar a los potenciales rivales a largo plazo, como lo hizo Facebook cuando adquirió Instagram en 2012 y WhatsApp en 2014.

Estos cambios no resolverán todos los males. Pero si llevaran a las ganancias en Estados Unidos a niveles históricamente normales, y los trabajadores del sector privado recibieran los beneficios, los salarios reales subirían un 6%. Los consumidores tendrían más opciones. La productividad aumentaría. Eso podría no detener el auge del populismo. Pero una revolución de la competencia haría mucho por restaurar la fe pública en el capitalismo.

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