Con seis líneas, modernos trenes y 136 estaciones, el metro de Santiago es, en muchos sentidos, un servicio público modelo en una región donde este tipo de cosas no existen. Transporta 2.7 millones de pasajeros al día en una ciudad de siete millones, y ha persuadido a parte de la clase media para que dejen sus autos en casa.
Pero en un paroxismo de ira que comenzó el 18 de octubre, manifestantes prendieron fuego a estaciones y trenes, dejando solo una línea en funcionamiento. Este incendio fue parte de un colapso nervioso colectivo en Chile, abarcando desde protestas pacíficas que exigían una sociedad más justa y menos desigual, hasta una criminalidad salvaje que resultó en saqueos de supermercados y casas por parte de delincuentes.
Sebastián Piñera, el presidente de centroderecha, declaró estado de emergencia y toque de queda y envió al ejército a las calles por primera vez desde la dictadura del general Augusto Pinochet. Al menos 18 personas han muerto, la mayoría de ellos saqueadores.
Estos eventos han sacudido al que fue el país más estable y exitoso de América Latina. Suceden cuando la región está convulsionada por la agitación. Los disturbios obligaron al gobierno de Ecuador a restablecer los subsidios a los combustibles. El presidente de Perú disolvió al Congreso del país. Las protestas golpean a Bolivia, donde el presidente podría estar tratando de robar una elección. Los populistas están en el poder en Brasil y México y pronto lo estarán en Argentina.
Los detalles varían. Pero hay algunos cosas en común. Incluyen la sensación de expectativas frustradas de las clases medias de la región. Seis años de estancamiento económico han hecho que las profundas desigualdades de América Latina sean menos tolerables. Los escándalos de corrupción han desacreditado a la política y a los políticos. Los débiles partidos políticos ya no canalizan descontentos. Hay elementos de imitación: los pirómanos tienen smartphones y miran eventos en Barcelona, París o Quito.
El desencadenante inmediato en Chile fue un modesto aumento del 3.7% en las tarifas de las horas pico del metro, pero el descontento ha estado creciendo allí durante más de una década. Desde 1989, la democracia restaurada del país ha mantenido el amplio esquema de las políticas de libre mercado instaladas por la dictadura de Pinochet. Esas políticas han traído éxito económico. La tasa de pobreza ha caído de más del 40% en 1990 a menos del 10% en la actualidad. Las clases medias ahora forman una mayoría. La desigualdad de ingresos está por debajo del promedio latinoamericano. Aún así, muchos chilenos luchan para llegar a fin de mes.
Las encuestas muestran que muchos chilenos piensan que la democracia del país está manipulada a favor de una pequeña élite, y tienen razón. El poder económico y político está concentrado. Hace algunos años, este columnista asistió a una fiesta de unas 60 personas en Santiago. Un amigo le susurró al oído: “¿Te das cuenta de que la mitad del PBI de Chile está en esta sala?”
Los ricos pagan menos impuestos como parte del ingreso en Chile que en otros países de la OCDE, un club de economías principalmente desarrolladas. La mayoría de los chilenos se preocupan por “bajas pensiones, falta de acceso a una vivienda digna, atención médica y medicina, y de caer nuevamente en la pobreza de la que escaparon”, escribió esta semana el rector de la Universidad Católica, cuyos economistas soñaron el “modelo” chileno.
Piñera, un multimillonario que fue presidente del 2010 al 2014, es parte de esa élite. Fue reelegido en el 2017 porque en su primer mandato la economía (ayudada por los altos precios del cobre) creció más rápido que durante el gobierno de su sucesora, Michelle Bachelet, una socialista. “Vienen tiempos mejores”, prometió. Los votantes aún están a la espera, en parte, porque la abierta economía de Chile se ve perjudicada por la guerra comercial del presidente Donald Trump con China.
Aunque carece de empatía espontánea, Piñera estaba tratando de inyectar un poco más de justicia en el sistema de Chile, como lo hizo Bachelet. Prometió un mayor gasto público para un sistema de pensiones privado que ofrece un beneficio promedio de solo US$ 340 por mes.
Pero las mejoras han tardado en llegar, por ejemplo, al sistema de salud. Gran parte de la cobertura es ofrecida por aseguradoras privadas. Una mujer de clase media paga alrededor de US$ 300 al mes (y un extra por medicamentos y operaciones). Las aseguradoras se niegan a cubrir condiciones preexistentes, lo que dificulta cambiarse de proveedor. Muchos pensionados no pueden pagar la prima, justo cuando más necesitan atención.
Piñera parece haber entendido el mensaje. Después de conversaciones entre partidos, anunció un impulso inmediato a las pensiones y la cobertura de atención médica por parte del Estado. Los opositores de izquierda se han regocijado por sus tribulaciones. Pero esto podría ser prematuro. El modelo chileno se puede mejorar con más provisión social y un rompimiento de los oligopolios. No necesita reinvención.