El 11 de julio, miles de manifestantes atestaron las calles. Algunos arrojaron piedras a los policías y saquearon tiendas elegantes. Tales arrebatos son inéditos en Cuba desde que los comunistas se hicieron con el poder en la década de 1960. Coreaban “¡Libertad!” y “¡Abajo la dictadura!”, así como “¡Patria y vida!”, citando una canción que se mofa del trillado lema de Fidel Castro, “Patria o muerte”.
Todo esto plantea un desafío insólito a los opacos burócratas que gobiernan la isla tras la muerte de Fidel (2016) y la renuncia de su hermano menor, Raúl, a inicios de este año. El régimen ha respondido con represión. “Revolucionarios, a las calles”, urgió el presidente, Miguel Díaz-Canel, que este año asumió el liderazgo del Partido Comunista de Cuba. Sacó a las calles a las tropas, la Policía y turbas leales blandiendo bates de béisbol.
Se ha confirmado que al menos una persona ha muerto y hay una larga lista de detenidos. El Gobierno ha cortado esporádicamente el acceso a Internet. Tal vez la represión funcione, como suele ocurrir en otros lugares, pero algo en Cuba ha cambiado. Se ha roto el tácito contrato que mantuvo la paz social por seis décadas. Muchos solían tolerar al Estado policial porque les garantizaba sus necesidades básicas, y quienes tenían iniciativa, hallaban la forma de abandonar la isla.
Pero los cubanos están hartos. Cuando Díaz-Canel culpa al “imperialismo estadounidense” por las protestas, muestra cuán desconectado está de la realidad. Los manifestantes son jóvenes, la mayoría afrodescendientes y consideran historia antigua la Revolución de los Castro de 1959 contra un tirano apoyado por Estados Unidos.
Tienen mucho de qué quejarse. La pandemia ha golpeado al turismo receptivo, lo que ha agravado la necesidad que tiene la economía de divisas fuertes. Raúl Castro realizó reformas económicas, pero fueron tímidas y su implementación ha sido lenta –por ejemplo, solo se autorizan negocios privados minúsculos–. Fue Díaz-Canel quien dio el paso más transcendental al ordenar una fuerte devaluación del peso en enero. No obstante, sin medidas que permitan más inversión privada y crecimiento, lo único que se generó fue disparar la inflación.
Venezuela, el principal patrocinador foráneo de Cuba durante los últimos quince años, está sufriendo el colapso de su industria petrolera, afectada por sanciones impuestas por Estados Unidos. Debido a ello, ha reducido sus embarques de petróleo a la isla a precios rebajados, lo que ha provocado cortes de electricidad durante el caluroso verano.
La escasez crónica de alimentos y medicinas se ha agravado. A pesar de la destreza cubana en salud pública y de haber desarrollado su propia vacuna contra el covid-19, el Gobierno no ha podido contener la pandemia. Los contagiados están muriendo, abandonados en sus casas o en pasillos de hospitales.
Otros dos factores explican las protestas. Uno es el cambio de liderazgo, pues los Castro imponían respeto, hasta en quienes les aborrecían, mientras que Díaz-Canel, sin una pizca de carisma, no. Segundo, Internet y las redes sociales, accesibles desde hace pocos años, han roto el monopolio que el régimen mantenía sobre la información y han conectado a los cubanos jóvenes entre ellos y con sus pares del mundo.
También han empoderado un movimiento cultural de protesta entre artistas y músicos, cuyo mensaje es, en la irrefutable letra de “Patria y vida”: “Ya se venció tu tiempo, se rompió el silencio… y no tenemos miedo, se acabó el engaño”.
Díaz-Canel enfrenta una disyuntiva: convertir Cuba en una Bielorrusia con sol radiante, o mitigar el descontento permitiendo más iniciativa privada y mayor libertad cultural. Ello podría debilitar a las Fuerzas Armadas y al Partido Comunista, pero a la larga salvaría algunos de los logros sociales originales de la Revolución.
Es curioso que muchos republicanos se hagan eco de la descripción que Díaz-Canel hace del rol de Estados Unidos en las protestas. Donald Trump acentuó el embargo económico contra Cuba; prohibió viajes por turismo, restringió remesas y aplicó sanciones a empresas estatales, en gran parte revirtiendo la apertura iniciada por su antecesor, Barack Obama. Al igual que el mandatario cubano, los republicanos afirman que la agitación prueba que el embargo por fin está funcionando.
No es tanto así. Es cierto que el embargo le ha hecho más difícil la vida al Gobierno cubano, pero las restricciones perjudican mayormente a los estadounidenses. El régimen todavía puede comprar alimentos y medicinas estadounidenses y comerciar con el mundo. En suma, las causas de la explosión social en Cuba son internas.
El presidente Joe Biden debe sacar la conclusión obvia. Hasta ahora, ha dejado intacta la política de Trump a fin de no enfadar a los cubano-estadounidenses de línea dura, pero debería retomar el enfoque de Obama. La mayor amenaza a un régimen cerrado es relacionarse con el mundo, en especial con Estados Unidos. Biden debe levantar el embargo y despojar al régimen de una excusa por su fracaso.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2021