En una tarde de primavera (boreal) en Mexicali, en el norte de México, Erick Mercado reflexionaba sobre lo que estaba por venir. El Hospital Hispano Americano, una empresa privada, donde Mercado dirige el servicio de emergencias y accidentes, canceló toda cirugía electiva e hizo planes para cerrar el segundo piso.
En media hora, explicó el Dr. Mercado, el gobernador de Baja California confirmaría los primeros casos de coronavirus del estado. Las personas con síntomas parecidos a la gripe, predijo el doctor, “entrarían en pánico” y acudirían a los hospitales para hacerse pruebas. Efectivamente, al anochecer ya se veía una fila de autos en el estacionamiento.
Tres meses después, el Dr. Mercado y su hospital están en un punto de quiebre. Por cada paciente COVID-19 a quien puede darle una cama, debe rechazar a otros cinco. Más del 90% de las camas hospitalarias de la ciudad están ocupadas, y el número de muertes registradas casi se triplicó a 660 en la primera mitad de junio.
Los días del Dr. Mercado están llenos de pacientes que sufren, personal muy cansado y familiares que no pueden acercarse a sus seres queridos. Lo más angustiante de todo es saber que “las personas que no cumplen” con las órdenes del gobierno de quedarse en casa, usar mascarillas y mantener la distancia social han empeorado la pandemia.
Su frustración es provocada por el desorden en la respuesta de México al COVID-19. El gobierno cerró la parte formal de la economía el 30 de marzo, cuando se habían registrado menos de 1,000 casos. Pero, a diferencia de los países más ricos, su orden de confinamiento no pudo contener el brote. México tiene más de 175,000 casos confirmados y 20,781 muertes. Aunque el número de casos nuevos a nivel nacional ha disminuido recientemente, todavía está aumentando en 27 de los 32 estados. Sin embargo, con el COVID-19 arrasando todo, el país está flexibilizando sus controles.
El resto de América Latina comparte su difícil situación. La región reporta más casos todos los días que lo registrado por Europa durante su pico de
COVID-19 en abril. Según algunas medidas, es la región más urbanizada del mundo, lo que puede ayudar a explicar la propagación del virus. Las respuestas de los gobiernos han variado mucho.
El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, ha sido arrogante, desestimando el COVID-19 como “resfríos” e incumpliendo el consejo de distanciamiento social de su propio Ministerio de Salud. El nicaragüense Daniel Ortega no impuso ningún confinamiento. Los gobiernos de Perú, Argentina y otros países actuaron de forma temprana y severa, utilizando la fuerza para hacer cumplir las órdenes de cuarentena. Sin embargo, con pocas excepciones, la propagación del virus ha sido rápida.
Incluso donde las reglas son estrictas, muchas personas no han obedecido. Los ricos han acatado más los confinamientos que los pobres. Muchos trabajadores informales (vendedores ambulantes, personas que limpian casas y similares) deben trabajar para comer. Pocos países latinoamericanos tienen redes de protección social al estilo europeo. Sin embargo, muchos han proporcionado ayuda de emergencia. En Brasil, El Salvador y otras naciones, miles de beneficiarios acudieron en masa a los cajeros automáticos, lo que posiblemente propagó el virus.
En una región donde la confianza en los gobiernos es baja, los ciudadanos están separados del Estado “no solo en lo legal, sino también emocional y cognitivamente”, señala Hugo Ñopo, un economista peruano. Eso los hace menos propensos a escuchar los pedidos de las autoridades ante la pandemia. Es poco probable que la renuncia, despido o arresto de seis ministros de salud en América Latina desde marzo hayan reforzado la confianza de los ciudadanos en los gobiernos.
A pesar de los confinamientos parciales en la región, su economía se reducirá 7.2% este año, más que en cualquier otro lugar, predice el Banco Mundial. No es de extrañar que los gobiernos, además del mexicano, estén contemplando poner fin a los confinamientos antes de haber controlado la enfermedad. Se las están jugando.
Una cuasi cuarentena es mejor que ninguna. Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, dijo en reuniones privadas que su prioridad es evitar el apocalipsis que sacudió Guayaquil, la ciudad más grande de Ecuador, donde se veía cadáveres tirados en las calles en abril. La cuarentena de México logró eso; ganando tiempo para que el gobierno consiga más camas, médicos y ventiladores; eduque a los ciudadanos y revise investigaciones sobre cómo detener el virus.
Fue libre por diseño, evitando restricciones “autoritarias” de movimiento de personas y permitiendo a los trabajadores informales seguir con sus oficios. No obstante, el gobierno espera que hasta 10 millones de personas caigan por debajo de su línea de pobreza este año.
En Iztapalapa, un suburbio de la Ciudad de México que tiene la tasa de infección confirmada más alta del país, tanto el confinamiento como el gobierno que lo ordenó parecen distantes. En Callejón 57, una calle pequeña y colorida, la vida continúa como siempre. Aunque los medios mexicanos lo llamaron el “callejón del COVID” después de registrar 45 muertes en tres meses, muchos residentes minimizan la amenaza. Un hombre dice que los poderes fácticos quieren matar a los pensionistas.
Otro, cuyo tío murió recientemente (“no de COVID-19”), piensa que el gobierno está exagerando para mantener a los pobres bajo su control. Otros dudan que el virus sea real. Sin embargo, la mayoría de los residentes se esfuerzan por protegerse a sí mismos y a los demás. “Cuando comenzaron las muertes, salieron las mascarillas”, dice Miguel Contreras desde detrás de una lámina de plástico en su tienda de abarrotes.
Joaquín Reyes recuerda que cuando falleció su abuela de 90 años, solo pudo despedirse por teléfono a través de un médico. El médico dijo que el COVID-19 “probablemente” la mató, aunque el certificado de defunción no lo menciona. Reyes, quien usa una mascarilla mientras aplana pechugas de pollo en un puesto fuera de su casa en Callejón 57, no está seguro. Su ‘caja registradora’, un empaque de margarina llena de monedas, está llena de un líquido para matar gérmenes, algo que tranquiliza a los clientes, explica. Como siempre, trabaja largas horas y descansa solo los domingos. “Si tuviera dinero, me quedaría en mi casa todo el día”, dice.
La devastación del COVID-19 es mayor de lo que admite el gobierno. Entre los 25 países con la mayoría de casos, ninguno realiza menos pruebas que México como parte de la población. Dos de cada cinco pruebas son positivas, una señal de que hay un grave error de conteo respecto al brote. Un análisis de los certificados de defunción muestra que entre el 1 de abril y el 7 de junio, la Ciudad de México tuvo 17,000 muertes más de las que normalmente tiene durante ese período. Esto sugiere un daño casi cuatro veces superior al recuento del gobierno. El exceso de muertes de la capital se acerca a los 25,000 de Nueva York, a pesar de que su gente es en promedio más joven.
A pesar de esto, el gobierno de México está desesperado por poner fin al confinamiento. Se espera que la pandemia alcance su punto máximo este mes. El gobierno ha introducido un sistema de semáforos, que alienta a los estados que están controlando el virus a flexibilizar los bloqueos. Solo un estado calificó para cualquier color que no sea rojo. Pero el gobierno modificó sus criterios para que 16 pudieran comenzar a reabrir el 15 de junio. La Ciudad de México, que permanece en rojo, está comenzando a reabrirse de todos modos.
Otros países que dejaron los confinamientos prematuramente han sufrido las consecuencias. Guatemala y Venezuela han intentado alternar entre regímenes estrictos y laxos, solo para descubrir que los casos aumentan después de que las calles se llenan de gente durante las fases laxas.
Ciudad de Panamá y Santiago, la capital de Chile, han reforzado los confinamientos luego de que las autoridades cantaron victoria demasiado pronto. Chile ahora tiene la tasa de contagio confirmada más alta de cualquier país no pequeño.
Aun así, muchos países que ya están cansados de las cuarentenas y a la vez golpeados en su economía, están avanzando hacia una flexibilización gradual. Bolivia, Colombia y Honduras, cuyo presidente, Juan Orlando Hernández, fue hospitalizado después de dar positivo al virus, planean eliminar sus confinamientos este mes. Los gobiernos esperan de ese modo apoyar sus economías; pero también corren el riesgo de aumentar el virus.