Por Andreas Kluth
El “derecho del pueblo a reunirse pacíficamente”, como lo llama la primera enmienda de la constitución de Estados Unidos, es uno de los pilares de la libertad. Es por eso que todas las democracias liberales lo garantizan y protegen de alguna manera. Pero, ¿es esto absoluto? ¿Podría haber, en casos bien definidos, una justificación liberal para coartarlo?
Últimamente, esta pregunta atemporal se ha vuelto urgente. Como advertí que podría suceder, la pandemia de COVID-19 ha aumentado, directa o indirectamente, la agitación social en muchos países, lo que ha llevado a más personas a reivindicar su derecho a protestar.
Pero como volvieron a mostrar el fin de semana las circunstancias muy diferentes observadas en Bielorrusia, Estados Unidos y Alemania, lo que se considera una demanda primordial por la libertad en algunas reuniones, en otras se convierte fácilmente en algo nefasto y antidemocrático.
En Bielorrusia, los manifestantes son de hecho héroes que merecen la simpatía de los amantes de la libertad en todo el mundo. Desde una elección fraudulenta el 9 de agosto, han estado marchando valientemente mientras su dictador, Alexander Lukashenko, sumido en la ignorancia, los aplaca con un rifle automático y mantiene a sus matones listos para golpear a sus críticos. Tipos como él desprecian la libertad de pensamiento, expresión o reunión. Es por eso que los filósofos desde John Stuart Mill han considerado que estos derechos son esenciales.
En otros lugares, el panorama es más complejo, incluso en la “dulce tierra de la libertad”. A medida que el COVID-19 y la campaña Black Lives Matter han quitado la apariencia de cohesión social de Estados Unidos, últimamente, algunas ciudades del país han parecido campos de batalla.
Durante el fin de semana, partidarios del presidente Donald Trump se reunieron en Portland, Oregón, y condujeron al centro de la ciudad en una caravana de cientos de camiones con pancartas. Allí se enfrentaron con multitudes de contramanifestantes “antifascistas”. Se dispararon pistolas de paintball y se enfrentaron a puñetazos, hasta que estallaron los disparos y un hombre cayó muerto.
Claramente, ninguna de las partes en este ejercicio particular del derecho de reunión le dio importancia a la estipulación de la primera enmienda de hacerlo “pacíficamente”. La intención era antagonizar e intimidar a los opositores, no emitir argumentos para el mejoramiento del discurso democrático. La ubicuidad de las armas en Estados Unidos hace que ese tipo de confrontaciones sea potencialmente letal.
Y luego está el caso peculiar de Alemania, un país que se ha sensibilizado por su propia historia nazi a los peligros que plantean los extremistas. Los movimientos de protesta contra los diversos confinamientos por el coronavirus se han extendido por gran parte de Europa, pero se han vuelto particularmente fuertes en Alemania. Esto es sorprendente, dado que Alemania ha controlado el brote relativamente bien e impuesto solo restricciones leves.
No obstante, la multitud de manifestantes está creciendo. Muchos están arguyendo a teorías de conspiración extravagantes inspiradas en el movimiento QAnon de EE.UU., y sorprendentes connotaciones antisemitas. Cada vez más, extremistas de extrema derecha e incluso neonazis en toda regla se están mezclando con la multitud.
Este sábado, casi 40,000 manifestantes se congregaron en Berlín. Por la noche, la protesta se tornó violenta, al tiempo que varios cientos de alborotadores traspasaron las barreras que protegían una entrada del Reichstag, el edificio del parlamento de Alemania.
Muchos llevaban las banderas negras, blancas y rojas de la Alemania imperial, un símbolo que en la actualidad representa a la extrema derecha, ya que la esvástica nazi está prohibida. Tres policías apenas lograron evitar que entraran.
Frank-Walter Steinmeier, presidente de Alemania, calificó la violencia como “un ataque intolerable al corazón de nuestra democracia”. El Gobierno y los principales partidos políticos se alinearon para condenar las transgresiones. Como los hooligans, políticos y alemanes comunes bien saben, el Reichstag es donde la democracia de Alemania, literal y metafóricamente, ardió en 1933.
Todo esto apunta a una ambigüedad sobre la libertad de reunión. En lugares como Bielorrusia o Hong Kong, este derecho no existe o ha sido aplastado. En Estados Unidos y Alemania, el derecho existe, pero está en frecuente tensión con aquellos que abusan de él cínicamente.
Incluso en la tradición liberal, la libertad de reunión nunca fue entendida como un derecho absoluto. Mill argumentó que se puede y se debe limitar “para evitar daños a los demás”.
El ministro del Interior de Berlín, Andreas Geisel, había tratado de invocar este “principio de daño” para detener la manifestación del sábado. Argumentó que los manifestantes probablemente ignorarían las reglas de distanciamiento social y el uso de tapabocas, tal como lo hicieron en otro evento, el 1 de agosto.
Esto aceleraría el contagio y pondría en riesgo a las personas que ni siquiera participan. Pero un tribunal lo anuló, argumentando que la mera posibilidad de que se rompan las reglas no era suficiente.
Este razonamiento fue sorprendente, dado que el principio de daño debe aplicarse necesariamente antes de la lesión. Lo que probablemente dispuso a la corte fue el error táctico de Geisel de citar también la probable presencia de neonazis en el evento. Tan pronto como la política estuvo involucrada, los jueces sintieron que tenían que errar del lado de la libertad de reunión.
Pero incluso la distinción entre opinión política y daño no siempre es clara, y las diferentes naciones trazarán líneas diferentes. En Estados Unidos, la libertad de expresión protege incluso la negación del Holocausto. En Alemania y otros 15 países europeos, así como en Israel, no es así, bajo la premisa razonable de que es intolerable, y por lo tanto perjudicial, para las víctimas de los nazis y sus descendientes.
En medio de un aumento mundial del extremismo, las democracias liberales están en un aprieto. Si reducen sus libertades sagradas, permiten que las personas de todas las tendencias conviertan su “martirio” en propaganda. Pero si dan visibilidad a los chiflados, permiten a los cínicos hacer uso de los derechos democráticos para socavar las democracias que los garantizan.
En última instancia, el enigma de la libertad no es una cuestión legal, sino cultural. Tan pronto como haya una amenaza de daño, el Estado debe intervenir. Pero mientras los manifestantes simplemente se expresen de forma grosera, el Estado debe retroceder. En estos casos, depende del resto de nosotros exigir y proteger nuestras democracias de los chiflados y los demagogos. Incluso en 1933, el desastre resultante solo pudo ocurrir porque los alemanes comunes lo permitieron.