Iván Arias había estado parado durante seis horas en lo que posiblemente sea la fila para vacunarse contra el COVID-19 más larga del mundo cuando lo encontré el lunes por la mañana. El sol caribeño estaba abrasador y Arias, de 75 años, parecía exhausto.
Este era el cuarto día consecutivo en que se levantaba mucho antes del amanecer para ponerse en la fila con cientos de otros venezolanos de edad avanzada frente a un hotel estatal en el centro de Caracas. Los tres días anteriores, se había retirado a casa, sin vacunar y hambriento, alrededor del mediodía.
Ese día, sin embargo, estaba decidido a no darse por vencido tan fácilmente. Llegó incluso antes, a las 4 a.m., y empacó una arepa rellena de salchicha, huevos y queso. A las 10 de la mañana, apenas había avanzado.
“Lo que este Gobierno le está haciendo al pueblo venezolano es humillante”, me dijo.
En la tierra de las filas interminables —por comida, por el cajero automático, por agua, por combustible— muchas de ellas, afortunadamente, han retrocedido últimamente, como resultado de la repentina adopción del Gobierno socialista de la economía de libre mercado. Pero el surgimiento de la fila de vacunación ha sido un duro recordatorio de lo lamentablemente desordenadas que siguen siendo las políticas públicas bajo el Gobierno de Nicolás Maduro.
Retrasos en la realización de pagos al programa del mecanismo global Covax —lo que el régimen de Maduro lo atribuye a las sanciones de Estados Unidos— han dejado al país dependiente de los aliados China y Rusia para las vacunas. Menos de 2% de la población ha recibido una sola dosis, uno de los porcentajes más bajos del mundo.
Solo el personal médico y las personas mayores de 60 años son elegibles. Mientras tanto, el virus continúa. Incluso los datos oficiales del régimen reconocen un repunte de casos y muertes.
Era doloroso ver a personas de la tercera edad arrastrarse en filas que serpenteaban por cuadras. Llegaron en sillas de ruedas y con muletas. Tenían enfermedades respiratorias e infecciones cutáneas.
Un ciego llegó solo poco después del amanecer. Su camisa blanca y pantalones negros estaban llenos de agujeros, y los tapabocas hechos en casa para protegerse del COVID que usaba, uno encima de otro, estaban rotos. Se le indicó que se sentara junto a una estatua imponente cerca del frente de la fila, donde, como todos los demás, esperó durante horas. El colapso económico ha sido duro para todos los venezolanos, pero esta generación se ha llevado lo peor.
Ese día hubo muchas discusiones sobre quién había sido seleccionado por mensaje de texto y quién no. Los soldados que supervisaban las filas insistieron en que solo aquellos que habían recibido un mensaje de texto llamándolos serían vacunados, pero la gran mayoría de los que estaban en la línea no.
El sistema les parecía arbitrario (¿cómo se tomaron estas decisiones?, preguntaron, y ¿qué pasa con todas esas personas que no tienen teléfonos móviles?). Y se prepararon para una espera interminable. “No nos vamos a ir”, empezaron a cantar al unísono a las 5 de la mañana. Algunos habían llegado a la medianoche.
Alrededor del mediodía, mis colegas y yo empacamos nuestras cosas y regresamos a la oficina. Un par de horas después, uno de ellos recibió una llamada telefónica. Fue Iván Arias. Estaba eufórico. Finalmente había conseguido su vacuna.
Nota del editor: hay pocos lugares tan caóticos o peligrosos como Venezuela. “La vida en Caracas” es una serie de cuentos que busca capturar la calidad surrealista de vivir en una tierra en total desorden.