Por Henry Brands
Las relaciones entre Estados Unidos y China se deterioran día a día y la mala noticia es que ambos países podrían terminar peleando la próxima década. La buena noticia es que tal guerra no comenzaría por accidente.
Hay un argumento respetable de que los Estados pueden tropezarse con un conflicto importante que realmente nadie desea, y se ha reavivado a medida que aumentan las tensiones entre las dos potencias. Sin embargo, la historia muestra que las grandes guerras no suceden de forma involuntaria.
La tesis de la guerra accidental fue planteada recientemente por el exprimer ministro de Australia Kevin Rudd. Tras señalar los muchos puntos conflictivos en los que chocan los intereses de EE.UU. y con los de China, argumentó que existe un creciente peligro de que se “tropiecen con el conflicto”. Una colisión accidental entre barcos o aviones en el Mar de China Meridional, o varios otros escenarios posibles, podrían conducir a una crisis, a una escalada del conflicto y a una guerra. De la misma manera como las potencias de principios del siglo XX cayeron como “sonámbulas” en la Primera Guerra Mundial, China y Estados Unidos podrían equivocarse hoy.
La Primera Guerra Mundial a menudo se considera el ejemplo clásico de una guerra no deseada: un conflicto devastador que ninguno de los participantes habría elegido si hubieran sabido lo que vendría. Durante la Guerra Fría, a los políticos estadounidenses les preocupaba que las crisis en Berlín o Cuba pudieran salirse de control. Hay una colección de literatura de ciencia política dedicada a comprender cómo puede ocurrir una guerra accidental.
Sin embargo, hay un gran problema: es difícil identificar guerras importantes que ocurrieran a pesar de que nadie lo quisiera. Resulta ser que el conflicto en julio y agosto de 1914 no se debió a que la inflexible programación de las movilizaciones y los planes militares hayan empujado a los líderes políticos al conflicto. Lo que sucedió fue que varias potencias, sobre todo, pero no exclusivamente, el imperio austrohúngaro y Alemania imperial, insitieron en la aplicación de políticas agresivas que sabían que presentaban el riesgo de una guerra localizada en el mejor de los casos y una guerra continental, en el peor. Además, casi todos creían que si tenía que haber una guerra, era mejor que fuera más temprano que tarde.
Una generación después de eso, Franklin Roosevelt puede no haber previsto que imponer un embargo petrolero a Japón conduciría al ataque aéreo a Pearl Harbor. Pero ciertamente entendía que la guerra era una posibilidad clara cuando Estados Unidos comenzó a estrangular la economía de un país que ya estaba saqueando Asia.
Del mismo modo, la Guerra de los Seis Días de 1967 a veces se trata como un conflicto inadvertido. Pero, una vez más, los líderes egipcios no desconocían el peligro de una guerra cuando movilizaron fuerzas en la península del Sinaí, bloquearon el puerto de Israel en el Mar Rojo y tomaron otras medidas beligerantes.
La realidad, como ha demostrado el historiador Marc Trachtenberg, es que los países tienden a evitar la guerra cuando ninguno lo desea. Sí, los líderes a veces juzgan mal cómo resultarán las guerras y cuán destructivas serán. Las tensiones pueden aumentar gradualmente de una manera que hace que la desescalada sea cada vez más difícil.
Sin embargo, no hay una decisión más monumental que iniciar un conflicto importante. Entonces, cuando los países realmente quieren evitar un enfrentamiento, generalmente están dispuestos a retirarse, incluso a costo de cierta vergüenza.
Durante la Guerra Fría, hubo muchas situaciones arriesgadas de las superpotencias y algunos incidentes espeluznantes que involucraron a las fuerzas militares estadounidenses y soviéticas. Solo en la crisis de los misiles cubanos hubo varios casi accidentes. Pero en ese caso y en todos los demás casos, la crisis se calmó y las superpotencias retrocedieron, precisamente porque no creían que lo que estaba en juego mereciera un baño de sangre nuclear.
La guerra accidental también parece poco probable hoy en día. Hay muchas circunstancias en las que EE.UU. y China podrían verse involucrados en una crisis: una repetición del incidente del EP-3 del 2001, cuando una colisión en el aire provocó un enfrentamiento diplomático; o una interacción entre las fuerzas aéreas chinas y japonesas en el Mar de China Oriental que inesperadamente se volvió mortal. Pero los políticos estadounidenses y chinos saben que una guerra podría convertirse en un asunto extremadamente grave. Si ambas partes realmente quieren evitar una, probablemente encontrarán una manera de hacerlo.
Esto no es lo mismo que decir que una guerra chino-estadounidense no sucederá. El conflicto tiende a ocurrir cuando una de las partes decide que la guerra, o las acciones que generan un riesgo, son preferibles a vivir con el statu quo o retroceder en una crisis. Eso podría suceder con demasiada facilidad.
Si China concluye que Taiwán se está distanciando demasiado de China continental a medida que el equilibrio de poder cambia a favor de Pekín en términos militares, entonces podría decidir que la guerra es mejor que dejar escapar el sueño de la reunificación. Si a los líderes chinos les preocupa que su legitimidad interna disminuya, podrían comportarse de manera más beligerante en una crisis, por temor a que la guerra sea menos peligrosa que la humillación.
Pekín incluso podría apostar a que EE.UU. se mantendría alejado de una guerra corta y aguda con Japón por las Islas Senkaku o con Filipinas por Scarborough Shoal, y esa apuesta podría no dar resultado.
Pero en cualquiera de estos casos, Pekín tomaría una decisión deliberada para buscar objetivos clave mediante el uso de la coerción o la fuerza, con el conocimiento de que un conflicto mayor es una posibilidad real. Si una guerra entre Estados Unidos y China resulta de tal elección, difícilmente podría considerarse un accidente.
¿Por qué importa esto? Porque se trata de buscar la mejor manera de evitar la guerra en el Pacífico. Sería útil establecer memorandos de entendimiento sobre como las fuerzas militares que operan en las proximidades deberían conducirse, crear mecanismos para la comunicación en una crisis, y otras medidas para alentar la desescalada.
Sin embargo, lo que es crítico es mantener el equilibrio de poder militar y la percepción de compromiso de EE.UU., lo que hace que sea menos probable que los líderes chinos puedan imaginar que una guerra en la región será a su manera.
Esa es una tarea enorme y urgente. Implica no solo gastar dinero, sino que diseñar conceptos operativos y nuevas capacidades, como sistemas autónomos e inteligencia artificial, que hagan que a China le resulte extremadamente difícil proyectar poder. Esto requiere fortalecer las alianzas estadounidenses que se han dañado durante la administración del presidente Donald Trump.
Esa agenda puede parecer desalentadora dado lo mucho que sea ha deteriorado la situación en el Pacífico Occidental. Sin embargo, los estadounidenses no deberían engañarse a sí mismos al pensar que solo manejar las crisis y mitigar la percepción errónea, tan importantes como esos objetivos, ofrecen una forma más barata de preservar la paz.