Otro país latinoamericano sale a la calle. Ahora es Colombia, donde ocurren grandes protestas desde el 21 de noviembre. En otros lugares, las manifestaciones fueron detonadas por asuntos específicos —aumento del pasaje del metro en Chile y del precio del combustible en Ecuador y Haití, y fraude electoral en Bolivia—, pero en Colombia lo que existe es una sensación generalizada de descontento con su impopular Gobierno.
Allí, han tomado las calles grupos disímiles, desde estudiantes, sindicalistas, activistas indígenas y gais, hasta arqueólogos contrarios a la minería. Un ánimo similar prevalece en buena parte de la región y si continúa por más tiempo, podría paralizar más a los gobiernos. Las protestas tienen precedentes y no son exclusivas de América Latina.
A principios de la década pasada, fueron derrocados gobiernos democráticamente elegidos en Argentina, Ecuador y Bolivia —dos veces, en desórdenes liderados por Evo Morales, quien acaba de correr la misma suerte—. En el 2013, en Brasil, estallaron casi de la nada multitudinarias manifestaciones.
Al igual que en 1968, la actual es una época de descontento global, pero este es particularmente intenso en América Latina y las protestas no son su única expresión. El enojo popular se evidenció el año pasado en las victorias electorales de dos populistas contrastantes, Jair Bolsonaro en Brasil y Andrés Manuel López Obrador en México.
La tendencia dominante de las recientes elecciones latinoamericanas ha sido la derrota del partido en el poder, confirmada en octubre con el retorno del peronismo en Argentina. En Uruguay, el centroderechista Luis Lacalle Pou puso fin a quince años de gobierno de la centroizquierda con su victoria del 24 de noviembre.
Las causas del malhumor incluyen estancamiento o desaceleración económica, disminución de las oportunidades y temor de volver a caer en la pobreza en medio de una persistente y profunda inequidad. La brecha entre ricos y pobres no se ha ampliado en la región, pero se ha vuelto más visible. Es el caso de Chile, donde Costanera Center, un mall construido alrededor de un fálico edificio de oficinas de 64 pisos en Santiago, ha sido blanco de la ira. “Una persona que percibe 300,000 pesos al mes (US$ 375) ve allí carteras que cuestan 4 millones de pesos”, señala Marta Lagos, de la encuestadora MORI Chile. Circulan autos Ferrari y Maserati, cuyos dueños parecen ajenos a la precariedad habitacional, los buses abarrotados y el fragmentado sistema de salud.
La clase política de América Latina ha sido desacreditada por escándalos de corrupción y financiamiento de campañas electorales, que hoy son más visibles que en el pasado gracias a una generación más combativa de fiscales, periodistas de investigación, denunciantes y leyes que respaldan la libertad de información. En otras palabras, la mejora de la transparencia ha sobrepasado la del buen gobierno.
Hace tiempo que los partidos políticos, muchos de ellos debilitados y fragmentados, dejaron de hacer su trabajo para canalizar el descontento, así que los políticos han sido reemplazados por la calle. Hacer el diagnóstico es fácil, pero tal como lo están descubriendo los gobiernos, hallar una cura será más complicado.
Muchos de esos problemas están profundamente enraizados y sus soluciones son de largo plazo. El descontento se mitigaría con mayor crecimiento económico, impuestos más escalonados, salaries mínimos más altos y mejor política social. El problema es que el crecimiento depende de elevar la productividad, para lo cual se requieren reformas impopulares.
Las élites conservadoras se resisten a pagar más impuestos. La izquierda en Chile y Colombia se mantiene en la calle a fin de obtener más compromisos de sus políticos. En 1968, el prolongado desorden global terminó en una reacción conservadora. Ese riesgo es especialmente alto en Chile, donde continúan los saqueos y el vandalismo.
La reacción oficial ha sido guarecerse. En Ecuador, el Gobierno de Lenín Moreno canceló el aumento de los combustibles y está luchando para que el Congreso apruebe modestas alzas impositivas. El Gobierno de Chile está a la defensiva frente a demandas para elevar el gasto público. En Colombia, el presidente Iván Duque podría dar marcha atrás en torno a reformas laborales y previsionales. En Brasil, Bolsonaro pospuso un proyecto de ley para recortar sueldos y empleos en el sobredimensionado sector público por temor a protestas.
Hacer reformas ha sido raramente fácil en la región. Quizás más presidentes deban imitar a Martín Vizcarra, su colega peruano. En 20 meses en el cargo, ha evadido la toma de decisiones impopulares, como aprobar un gran proyecto minero. Y a la cabeza de una ola de enojo con los políticos, disolvió un Congreso obstruccionista.
Vizcarra es uno de solo cuatro mandatarios latinoamericanos con aprobación superior a 50%. Los gestos complacientes con la tribuna pueden tranquilizar las calles, pero solo posponen el descontento, no lo disminuyen.