Gasolina. (Foto: Difusión)
Gasolina. (Foto: Difusión)

José Valenzuela coloca con sumo cuidado sobre una balanza digital el polvo de oro con el que va a pagar gasolina: en la venezolana, azotada por la , este metal precioso es la moneda por excelencia.

José trabaja como ayudante en una lancha convertida en bodega de Olver Ramírez, con quien navega las aguas del río Orinoco en la intrincada zona del parque nacional Yapacana, en el estado Amazonas, a 750 km al sur de Caracas.

Es una región tan ajena al país que las personas que allí viven se refieren a como un lugar lejano, aunque estén dentro del territorio. La relación con Colombia y Brasil es mucho más estrecha.

José y Olver atracan la lancha larga y angosta en Cariche, uno de los muchos asentamientos de familias indígenas a la orilla del río. Hacen la transacción y descansan un poco.

Esa gasolina que compraron puede ser para consumo propio o para revenderla.

El bote, de un azul que ha cedido al poder del agua, Olver tiene escrito en un cartón los precios de los productos que venden, reflejados en “rayas” de oro, cuyo valor varía según se cotice en pesos colombianos.

Una raya equivale a 1/10 de 1 gramo de oro. Ese día se cotizaba a unos 20,000 pesos o casi US$ 6, aunque en esta región poco se maneja el billete estadounidense a diferencia del resto de Venezuela donde impera como moneda de facto.

Así, la lata de atún cuesta una raya; el litro de aceite, dos; el kilo de leche en polvo, tres o cuatro rayas.

El litro de gasolina se vende a raya, casi 10 veces más que el precio en el surtidor colombiano, de donde proviene, pues en Venezuela escasea mucho, a excepción de Caracas, la única ciudad donde se puede llenar el tanque sin hacer fila durante días.

Encarece el combustible la dificultad para trasladarlo y los sobornos que deben pagar en el camino tanto a agentes de seguridad, como a indígenas que cobran a quienes transitan por sus territorios.

Los bolívares, la menguada moneda venezolana, están ausentes. “No sirven”, dice José.

Olver dice que se usan a veces como sobre para guardar el oro, nunca para pagar.

“Uno pesa y bota ese billete”, asegura echado en un chinchorro rojizo colgado en el medio del bote. Descamisado, se mata los mosquitos sobre el pecho.

La ley de “el capitán”

La navegación por el Orinoco está tranquila ese día. Da para admirar la belleza del imponente cerro Yapacana, que da nombre al parque y cuya base ha sido tomada, según activistas, por la minería ilegal, que se mantiene a flote con complicidad de militares, que reciben sobornos para hacerse la vista gorda, según denuncian.

La ONG SOS Orinoco alertó que la minería aurífera en ese parque nacional crece 242 hectáreas por año. En su último informe del 2019 indicó que la actividad allí ya abarcaba 2,227 hectáreas del sector en 69 puntos.

Desde pueblos con presencia de autoridades, zarpan botes con maquinaria pesada para usar en la mina, que muchas veces llega por avión a las pequeñas pistas de la zona y siguen camino por río.

En varios puntos, los daños a los ecosistemas ricos en agua dulce serán irreversibles.

Los pobladores de la zona coinciden en que la Guardia Nacional no tiene ningúna autoridad en estos ríos laberínticos. La ley que priva es la indígena, y en la mina manda “el capitán”, que comúnmente pertenece a alguna organización criminal, paramilitar o guerrillera y que impone su ley con puño de hierro.

“Es quien pone orden”, confirma Misael Herrera, un minero de 19 años. “Tú le pagas a él por lo que consigues”.

El acceso a esas zonas es muy peligroso. Son comunes los reportes de muertes violentas.

Misael comenzó hace cinco años a minar “por necesidad” y asegura que ha conseguido “chocanos”, una piedra de oro que equivale al tamaño de la falange de un pulgar. Pero lo que gana le sirve para comprar lo básico.

“No he visto minero rico”, asegura Olver, que navega desde hace un año cuando vendió su auto en Valencia (720 km al norte) y se aventuró en esta empresa. Reúne unos US$ 100 semanales, que envía a su familia.

“Para tú ganarte US$ 100 en Venezuela, tienes que hacer milagros”, asegura.

Este “novato” del río, que se encomienda a Dios en cada zarpe, cree que aguantará un año más antes de volver.

“Me pienso ir con un capital” para “montar un negocito que me dé el sustento diario”.