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Andreas Kluth
La Unión Europea está a punto de anunciar un gran avance en un amplio acuerdo mutuo de inversión con China. Si esto sucede, Pekín y Bruselas —además de Berlín, que aún ocupa la presidencia rotatoria de la UE hasta el jueves— declararán la victoria en las negociaciones que comenzaron en el 2013, pero que estuvieron entrampadas durante mucho tiempo, en gran parte por el estancamiento chino. Pero este acuerdo no es un triunfo. Es un error.
El repentino acercamiento chino-europeo es un desaire para la Administración entrante de Joe Biden en Estados Unidos, a solo tres semanas de asumir el mando. Después de cuatro años de nacionalismo trumpista, Biden se estaba preparando para diferenciar nuevamente entre aliados estratégicos como Europa y rivales como China, y para profundizar la coordinación con los primeros y contener mejor a los segundos.
En general, los europeos están encantados con el cambio en Washington. Algunos, como los alemanes, han estado hablando de ofrecer a Biden un “nuevo acuerdo transatlántico” para rejuvenecer la alianza. Otros, como el presidente francés, Emmanuel Macron, aún enfatizan el objetivo de hacer que Europa sea “autónoma” y “soberana” en materia geopolítica, al tiempo que reconocen la necesidad de trabajar más de cerca con EE.UU. para combatir el autoritarismo chino.
Esta posibilidad de que la UE y EE.UU. se unan es lo que el presidente chino, Xi Jinping, quiere evitar con urgencia. Esa es la mejor explicación de por qué intervino personalmente este mes en las negociaciones sobre el Acuerdo Integral de Inversión (CAI, por sus siglas en inglés) entre la UE y China, lo que impulsó conversaciones que parecían estar muertas.
Pensando a pequeña escala, los europeos parecen haber acogido con satisfacción la propuesta de Xi. Al darse cuenta de que Pekín tiene prisa antes de la toma de posesión de Biden, tácticamente obtuvieron algunas concesiones simbólicas de China —aún por aclarar— y proclamaron la victoria. Al hacerlo, pueden haber puesto en peligro lo que debería ser su objetivo estratégico grande: un frente occidental unido para obligar a China a aceptar genuinamente un modelo económico internacional liberal y basado en reglas.
El trasfondo del acuerdo de inversión es el enfoque totalmente desigual de las empresas adoptado por la UE y China. Aunque recientemente comenzó a examinar las transacciones delicadas, Europa ha estado abierta en gran medida a inversiones de empresas chinas, incluidas compañías estatales controladas directamente por el Partido Comunista. China, por el contrario, restringe el acceso a su mercado con complejas normas sobre la propiedad extranjera y codiciosas condiciones sobre la transferencia tecnológica.
Europa también ha sido relativamente transparente y comedida a la hora de subvencionar a sus propias empresas, mientras que China es poco clara en cuanto a las ayudas estatales y se cree que otorga a sus gigantes ventajas injustas. La UE es mucho más liberal que China con respecto a las normas de contratación y concesión de licencias.
Sobre todo, Europa insiste en normas laborales internacionales, que hasta ahora China ha rechazado. En particular, la UE quiere garantías de que China dejará de utilizar el trabajo forzado en los campos de su región de Xinjiang, donde retiene a alrededor de un millón de miembros de la minoría musulmana uigur. China niega las acusaciones.
Durante la mayor parte de este año, la tendencia apuntaba a un endurecimiento de la postura europea. Esto fue en parte una respuesta a la represión de China en Hong Kong, su hostigamiento en el mar de China Meridional y el estrecho de Taiwán, y su arrogante diplomacia de “guerreros lobos” en la propia Europa.
Es suficiente para preocupar a Xi de que un adversario más hábil en la Casa Blanca combinado con una resistencia más dura de Europa arruinaría sus planes para el ascenso de China. Así que ha redoblado sus esfuerzos por sellar pactos internacionales alternativos que excluyan a EE.UU.
Su mayor éxito fue la Asociación Económica Integral Regional, un acuerdo comercial con otros 14 países de Asia y el Pacífico, que solo pudo concretarse porque el presidente Donald Trump había rechazado anteriormente una alianza comercial de Asia y el Pacífico diferente que habría incluido a EE.UU., pero excluido a China.
El CAI chino-europeo no es un acuerdo comercial, pero claramente está destinado a ser el precursor de uno. Por lo tanto, es parte del intento de Pekín de construir una arquitectura geopolítica triangular entre Norteamérica, Asia y Europa que deje a China más fuerte en la próxima lucha con EE.UU.
Eso en sí mismo no debería ser un motivo en contra de acuerdos razonables con China en negocios, comercio o cualquier otra cosa. Si Pekín realmente accediera, por ejemplo, a no utilizar de forma verificable trabajo forzado y nivelar el campo de juego para las empresas europeas en China, entonces este es un buen acuerdo.
Sin embargo, si resulta que Pekín solo pretendió esconder detrás de una cortina de humo disputas delicadas para acercarse a Europa antes de que Biden pueda orquestar una postura occidental común, este acuerdo fue un error. Europa ha estado esperando desde 2013 a que China se incorpore al CAI. Podría haber esperado unos meses más para asegurarse de que sucediera de la forma correcta.