Por Marc Margolis
Si alguien se pregunta qué pasó con la furia que sacudió las calles de América Latina antes de la pandemia, los chilenos tienen una respuesta.
En un referéndum que se realizó el domingo aprobaron por una mayoría de 78% la redacción de una nueva Constitución y, por un margen similar, que un cuerpo elegido independientemente esté a cargo de reescribirla. Acudieron más personas a las urnas (51% del electorado) que en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del 2017.
Guarden los gases lacrimógenos y los carros lanzaagua. Preparen los fuegos artificiales y el himno nacional.
Chile estaba en espera de un cambio. “Es el sentimiento de que Chile está dirigido por una élite arraigada que se turna al mando, en un país con altos niveles de desigualdad”, me dijo el economista Daniel Lansberg-Rodríguez, profesor de la Kellogg School of Management de la Universidad Northwestern. “Ahí están todos los factores estructurales para un rechazo masivo del statu quo”.
Lo que es más difícil de comprender es cómo incluir toda esa exaltación en un compendio viable de leyes que responda a las aspiraciones de Chile y aproveche sus puntos fuertes como ejemplo económico latinoamericano.
Las reglas prevalecientes son las que permitieron a esta nación de 18 millones de habitantes hacer tantas cosas bien. La inflación es baja y el gasto gubernamental antes de la emergencia de salud pública fue moderado.
La calificación crediticia de Chile, que se vio afectada por la pandemia y recientemente fue rebajada a A-menos, sigue siendo la envidia de América Latina.
El sistema de pensiones de gestión privada, que los manifestantes calificaron como el fetiche de la avaricia y la exclusión, en el 2019 representaba activos por un valor equivalente al 81% del Producto Bruto Interno (PBI). La economía que marcaba el ritmo también redujo la tasa de pobreza de 36% en el 2000 a 8.6% en el 2017.
Tales virtudes han elevado el prestigio internacional de Chile e inflado la autoestima de una clase política tradicional que se comparó a sí misma con las naciones desarrolladas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
Sin embargo, una lectura de lo que ocurre en las calles llenas de gente sugiere que estos méritos son una ilusión óptica y que las políticas que los forjaron ahora están en peligro.
Pese a que la riqueza general de Chile ha aumentado considerablemente, muchos chilenos viven en una situación precaria. La desigualdad de ingresos de Chile supera a sus pares de la OCDE, con una de las brechas más altas entre el ingreso promedio del 10% más rico de su población y el del 10% más pobre.
Las clases adineradas del país pueden pensar que su capital son los altos edificios de Sanhattan (juego de palabras que une Santiago con Manhattan con que se denomina al moderno sector financiero de la capital), pero están rodeados de barrios menos atractivos. Incluso cuando la pobreza cayó, el 30% de la población nacional aún vive al límite de la pobreza, según el Banco Mundial.
Una reforma constitucional es un giro difícil para una cultura favorable al mercado anclada en la estabilidad y reglas confiables. Pero está en consonancia con una región exaltable, donde está aumentando la desconfianza en los cargos electos y en el contrato democrático, un sentimiento manifestado en lo que Lansberg-Rodríguez llama Wiki Constitucionalismo, en el que las leyes más relevantes se promulgan y desechan con una regularidad alarmante.
Algunas de estas escrituras de constituciones –Venezuela está trabajando en la número 27 y República Dominicana ha redactado 32 de ellas– están tan llenas de libertades y derechos que se leen como una lista democrática de deseos. Entre los 411 capítulos de la constitución de Bolivia del 2009 se encuentra uno que otorga a los votantes el derecho a elegir a los altos jueces de la corte, una primicia mundial.
El artículo 192 de la constitución brasileña de 1988 limitó las tasas de interés a 12%, aunque pronto se convirtió en letra muerta. “Los redactores de la Constitución de Brasil querían incluir todos los derechos que la dictadura había anulado”, dijo Felipe Camargo de Oxford Economics.
“Si los chilenos van por el mismo camino, podrían verse obligados más adelante a volver a eliminar muchas garantías inasequibles solo para gobernar”, agregó.
Parte del problema con la Constitución actual de Chile es el origen: fue escrita en 1980, cuando Chile estaba bajo el mando de Augusto Pinochet (1973-1990), el icónico dictador militar de la región. Para los chilenos comunes, mantener el reglamento del tirano daña la democracia.
Sin embargo, la ortodoxia económica que suscribió también está bajo ataque. Gran parte de la discordia se remonta al artículo 19, que limita al Estado chileno a un “rol subsidiario”: el Gobierno interviene solo donde el sector privado no puede satisfacer la necesidad.
Por lo tanto, dependía de los mercados ofrecer servicios como la educación superior, salud, vivienda y pensiones. Diseñado como un incentivo para las empresas, este sistema ahora es acusado de la captura de instituciones públicas para interés privado.
Los chilenos quieren terminar con esto y crear un Estado de bienestar. Esto suena razonable. Si bien exigir a las personas que ahorraran para sus propias pensiones era una idea audaz, el sistema presuponía una sociedad donde el trabajo estable y los buenos empleos eran abundantes, el retorno de la inversión era robusto y la población se envejecía gradualmente.
En cambio, los chilenos aprendieron que los ahorros suben o bajan con los mercados, la esperanza de vida se ha disparado y al menos 29% de los trabajadores aún obtiene su sustento de la economía informal. Uno de cada cinco chilenos de 60 años o más vive en la pobreza.
Fernando Larraín, gerente general de la Asociación de Fondos de Pensiones de Chile me dijo que los parámetros originales para las pensiones chilenas están obsoletos. Se necesita ampliar la cobertura solidaria para la clase media e incluir a los trabajadores informales, quienes se han quedado afuera.
Es un llamado a mejorar el sistema, no a nacionalizarlo, una medida onerosa que algunos de los vecinos de Chile han adoptado y otros están tratando de revertir.
Juan Nagel, profesor de la Universidad de los Andes, en Santiago, señaló que el modelo chileno es una forma única de concebir el Estado y la economía en América Latina, y eso es realmente lo que está en el banquillo.
Los votantes han dicho que el modelo tiene que cambiar fundamentalmente, pero no está claro cómo. Eso es lo que hace que los inversionistas estén tan preocupados por lo que viene más adelante, agregó.
Hasta hace poco, los políticos chilenos eran conocidos y admirados por su inclinación a la conciliación, una cualidad que permite que la economía funcione en un hemisferio turbulento, incluso cuando el país alterna entre Gobiernos de izquierda y de derecha.
No es una coincidencia que los legisladores chilenos estén de acuerdo en que cualquier cambio en la nueva Carta Magna solo puede aprobarse con una mayoría de dos tercios de los votos, una protección importante contra un cambio más radical.
Pero la tradición de la templanza que diferencia a los chilenos de sus pares de América del Sur se ha debilitado. Es difícil decir si el despertar de los chilenos va tras algo menos radical que una restauración total. Gestionar las aspiraciones, y las inevitables frustraciones que vendrán, es un trabajo para el liderazgo político. Por desgracia, eso es otro activo que escasea en América Latina.