Donald Trump
Donald Trump

continúan dirigiéndose hacia una posible guerra comercial, ya que las negociaciones sostenidas la semana pasada para cerrar la brecha entre los dos países terminaron sin conclusiones claras.

El gobierno de ha exigido ambiciosas concesiones de China para reducir el déficit comercial bilateral, abordar las prácticas comerciales mercantilistas de Pekín y abrir sectores clave de la economía china a una mayor competencia extranjera.

La Casa Blanca ha enfatizado sus demandas mediante la aplicación de sanciones al acero, el aluminio y una serie de otras importaciones y restricciones a la inversión china. Pekín ha respondido de la misma manera, imponiendo aranceles a una variedad de productos estadounidenses, desde carne de cerdo congelada hasta chatarra de aluminio, y ofreciendo solo concesiones mínimas.

Las consecuencias de un enfrentamiento total entre las dos economías nacionales más grandes del mundo serían bastante graves en todo el planeta. Pero el no está del todo equivocado al alterar la relación comercial entre EE.UU. y China. Más bien, la historia aquí es familiar en la era de Trump: el presidente está mezclando una visión más o menos sensata sobre asuntos mundiales con una ejecución profundamente contraproducente.

La idea básica es el argumento de Trump de que la integración económica sin restricciones con China no es necesariamente algo bueno.

Desde el final de la Guerra Fría, las autoridades estadounidenses han trabajado arduamente para profundizar los lazos económicos entre China, EE.UU. y el resto del mundo, con la teoría de que una China más rica eventualmente se convertiría en una China más democrática y pacífica. "Negociar libremente con China", dijo una vez George W. Bush, "y el tiempo está de nuestro lado".

Desgraciadamente, las cosas no han funcionado del todo. Los gobernantes autoritarios de China han utilizado la creciente prosperidad para comprar a una clase media en crecimiento y evitar cualquier apertura política significativa.

Y en lugar de convertirse en un miembro satisfecho del sistema internacional liderado por EE.UU., Pekín ha utilizado su riqueza para financiar una gran acumulación militar y una amplia ofensiva geopolítica que está probando ese orden cada vez más enérgicamente.

Es cierto que China podría ser un actor más perturbador si no estuviera tan involucrado en la economía internacional, pero las ambiciones más elevadas que acompañaron su inserción en el comercio global aún no se han materializado.

Mientras tanto, la integración económica con China ha tenido otras consecuencias problemáticas. Pekín ha apuntado agresivamente a la base manufacturera de EE.UU. como parte de un esfuerzo para construir sus propias empresas nacionales y establecer una posición dominante en una gama de industrias importantes, desde el acero hasta los semiconductores y más.

Ha utilizado subsidios, aranceles, transferencia de tecnología forzada y otros enfoques proteccionistas para alcanzar la supremacía en sectores de alta tecnología, incluidos muchos con importantes implicaciones para la seguridad nacional y la defensa.

Del mismo modo, China está expandiendo su control de la infraestructura crítica, desde puertos a compañías de telecomunicaciones, en todo el mundo, como una forma de fortalecer tanto su posición geoeconómica como geopolítica.

No menos importante, China ha utilizado la influencia económica proporcionada por su riqueza para fines políticos. Pekín ha utilizado el atractivo del comercio y del capital chinos para silenciar las críticas por sus abusos contra los derechos humanos desde Europa y otros lugares.

También ha tratado de limitar la crítica estadounidense a China a través de inversiones estratégicas en universidades y centros de estudios estadounidenses, y mediante la sutil coacción de las corporaciones estadounidenses y los medios de comunicación. China, en otras palabras, está jugando un juego de supervivencia.

Está utilizando los frutos de la integración económica con EE.UU. y con el mundo en general como una forma de fortalecer su capacidad para competir contra EE.UU. y sus aliados.Si EE.UU. va a defenderse del desafío chino, tendrá que adoptar un enfoque geoeconómico de mayor dureza.

En particular, esto significa descifrar de qué forma limitar la integración económica bilateral en áreas clave, o al menos mitigar las vulnerabilidades que crea la interdependencia.

El gobierno de EE.UU., en cooperación con la industria estadounidense, tendrá que descubrir cómo proteger piezas particularmente críticas de lo que se ha denominado la "Base de innovación de seguridad nacional" de las prácticas predatorias de China.

Las universidades y los centros de estudios, que son en sí mismos componentes intelectuales críticos de la base de innovación, tendrán que pensar mucho acerca de cuanto depende debe depender su modelo de negocios de los estudiantes y el dinero de China. EE.UU. y sus aliados deberán idear mejores procedimientos para proteger la infraestructura que China puede tratar de controlar con fines geopolíticos.

EE.UU. no necesita -y no debería- romper definitivamente en términos económicos con China, pero sin duda necesita un enfoque más selectivo a la apertura.

Aquí es donde el enfoque de Trump tiene cierto valor. Limitar la integración económica de EE.UU. con China inevitablemente implicará un impacto a corto y mediano plazo para las empresas y los consumidores afectados.

Convencer a los votantes para que toleren ese impacto, después de casi 30 años de presidentes estadounidenses que han instado a lazos económicos cada vez más profundos con Pekín, requerirá iniciar una seria conservación pública sobre los aspectos más problemáticos de la relación económica entre

Trump al menos ha comenzado esa conversación, aunque a su manera provocativa, idiosincrásica y, a veces, engañosa, al plantear la perspectiva de un futuro en el que EE.UU. y China estén cada vez menos entrelazados.

Sin embargo, la temática de esta administración a menudo es "un paso adelante, dos pasos atrás", y este caso no es una excepción. Por un lado, la obsesión de Trump con el déficit comercial tiende a predisponerlo, si no necesariamente a las personas que trabajan para él, hacia soluciones dispersas en lugar de enfoques estratégicos más específicos.

Por otro lado, su política económica exterior más amplia, y su política exterior a gran escala, hacen que sea menos probable que una política más dura hacia China tenga éxito.

Cualquier programa para gestionar la interdependencia con China será efectivo solo si Washington puede obtener la cooperación de sus aliados y socios en Europa y en la región de Asia-Pacífico.

En parte, esto se debe a que China es experta en atrapar a los rezagados mediante acuerdos selectivos de comercio e inversión.

También en parte, es porque los dilemas de acción colectiva de manejar la interdependencia con China se vuelven más fáciles de manejar si EE.UU. puede actuar en concierto con sus amigos, y porque el impacto económico de hacerlo se ve disminuido si juntos pueden simultáneamente profundizan su integración económica el uno con el otro.

Finalmente, Pekín representa un desafío geopolítico y geoeconómico verdaderamente formidable, por lo que la fortaleza que brindan los números será fundamental para competir eficazmente.

Trump, lamentablemente, parece decidido a fracturar la coalición liderada por EE.UU. Lo ha hecho retóricamente desde el principio, expresando escepticismo, si no hostilidad absoluta, hacia muchas alianzas y aliados de EE.UU.

También lo ha hecho de manera más concreta al retirarse del Acuerdo Transpacífico, una iniciativa diseñada precisamente para consolidar una comunidad económica liderada por EE.UU. de cara al auge de China, y al implementar sanciones comerciales sobre el acero y el aluminio de una manera que parece probable que perjudicará a Europa y Japón tanto como a China.

Esto es una lástima. La administración de Trump merece algo de crédito por hablar sobre la amenaza que representa China de manera más honesta y abierta que cualquier administración en décadas.

El propio presidente no se equivoca al forzar una discusión sobre cómo manejar la interdependencia con un país que es más rival que socio. Pero la política exterior se trata en última instancia de la ejecución, y como en muchos casos, las políticas de Trump parecen aislar a EE.UU. en una materia donde la unidad y la acción concertada son esenciales.

Por Hal Brands

Esta columna no necesariamente refleja la opinión de la junta editorial o de Bloomberg LP y sus dueños.