Por Lionel Laurent
Encontrar una vacuna contra el COVID-19 que funcione y se pueda distribuir de forma lo suficientemente amplia como para ayudar a detener la pandemia es una prioridad mundial.
Dada la urgencia, los Gobiernos están haciendo todo lo posible por financiar investigaciones e incentivar a las empresas para que aumenten los ensayos, comprando dosis de forma anticipada, reduciendo las barreras regulatorias para llegar al mercado y otorgando a los desarrolladores inmunidad ante costosas demandas futuras por perjuicio.
Pero, en la urgencia por conseguir una vacuna, ¿cuándo se comienzan a tomar atajos para apurar el desarrollo?
Incluso en una pandemia tan mortal como esta, la confianza pública en una vacuna es vulnerable. Una encuesta a nivel mundial realizada por Ipsos en julio y agosto para el Foro Económico Mundial reveló que, si bien tres de cada cuatro adultos dijeron estar interesados en vacunarse contra el COVID-19 cuando haya disponibilidad, solo 37% mostró un “fuerte” interés en hacerlo.
Eso está muy lejos del umbral estimado para una inmunidad colectiva de 55% a 82%. Las dos principales razones mencionadas para no querer vacunarse contra el COVID-19 son el miedo a los efectos secundarios y dudas sobre si realmente funcionará, y no una postura extrema contra las vacunas.
Si bien una vacuna efectiva sería un bien público incuestionable, podría aumentar los temores por un trabajo apurado. La sorpresiva aprobación de Vladimir Putin el mes pasado de una vacuna antes de que se completaran los ensayos a gran escala de pacientes es una apuesta que podría más bien retrasar la respuesta de Rusia al COVID-19, como señaló mi colega Max Nisen.
En Estados Unidos, Donald Trump quiere una vacuna antes del día de las elecciones, lo que genera preocupación de que una posible autorización sea vista como una decisión política en lugar de una basada en datos exhaustivos.
Además de eso, está la práctica de ofrecer inmunidad legal a los fabricantes de vacunas y tratamientos de emergencia. Si bien esto es útil para evitar que las empresas se vean retrasadas por batallas judiciales, no es exactamente propicio para generar confianza en la gente.
Por ejemplo, la Ley de Preparación para Emergencias y Preparación del Público (PREP, por sus siglas en inglés) que existe en EE.UU. protege a las empresas de casi todas las demandas por perjuicios, a menos que la causa se considere una mala conducta deliberada (una barra alta).
Ese es un punto de vista “extraordinariamente amplio”, explica Wendy Parmet, profesora de derecho en la Northeastern University. Si bien la compensación financiera está disponible, es cubierta en su totalidad por los contribuyentes, con un límite máximo durante la vida de US$ 311,810, independientemente del perjuicio, y es decidida por un panel especial sin oportunidad de revisión judicial. Esto ha aumentado la indignación de los movimientos antivacunas, en lugar de calmarlos.
No es de extrañar que algún paciente defensor se haya asustado por la presión en Europa —donde la carga de responsabilidad es menos benevolente con los laboratorios farmacéuticos— para adoptar un sistema más cercano al de EE.UU., según informó The Financial Times.
Si bien la Comisión Europea insiste en que no comprometerá la seguridad ni cambiará las normas de responsabilidad, ha sugerido que los Gobiernos podrían hacerse cargo de “ciertas” demandas legales.
Esto ya ha provocado ira pública antes. Durante la pandemia de gripe H1N1 en 2009, muchos Gobiernos europeos asumieron un riesgo de responsabilidad a cambio de apurar el desarrollo de vacunas, algunas de las cuales terminaron siendo recordadas por sus vínculos con la narcolepsia.
Un fulminante informe del Consejo de Europa en ese momento advirtió que tales acuerdos privatizaban los beneficios de las vacunas y socializaban el riesgo de perjuicios, pidiendo un mayor equilibrio en el futuro.
Por lo tanto, le vendría bien a la carrera por una vacuna contra el COVID-19 toparse con algunos baches en aras de la confianza. La necesidad de ensayos a gran escala con pacientes no ha desaparecido, y la publicación de más datos y conclusiones en el camino hacia las aprobaciones para uso público podrían ayudar a conquistar a un grupo prioritario importante: los trabajadores de la salud.
Ellos no están inmunes al escepticismo de las vacunas: en Francia, el lugar de nacimiento de Luis Pasteur, una encuesta realizada en 2014 reveló que una cuarta parte de los médicos pensaba que algunas vacunas recomendadas eran inútiles, y una quinta parte opinaba que los niños estaban recibiendo demasiadas vacunas. Dado que sus pacientes les prestan atención, este es un problema.
También debería ser posible preservar un suministro efectivo de dosis de vacunas sin que los fabricantes evadan por completo la responsabilidad.
Una idea que surgió de un proyecto de investigación del Instituto Británico de Derecho Internacional y Comparativo es crear un nuevo fondo de compensación por el COVID-19 diseñado para abordar de manera comprensiva y eficiente las demandas por perjuicios sin tener que pasar por tribunales.
En lugar de ser financiado en su totalidad por los contribuyentes, podría ser cofinanciado por el sector privado, lo que garantiza que las empresas farmacéuticas también arriesguen de su parte. Esto no curará la indecisión ante la vacuna de la noche a la mañana, pero podría aliviar algunos temores.
Hay límites para discutir con los detractores de las vacunas, por supuesto, y no hay que ceder terreno a los movimientos antivacunas: este recurso tiene una historia de 200 años y desempeñó un papel crucial en la erradicación de la viruela y la polio. Pero aún hay tiempo para extender una mano al indeciso.