Recuerdo esa noche como si fuera ayer. Fue una lucha para llegar hasta allí. Decenas de automóviles bloqueaban la calle alrededor de un centro comunitario de una zona de clase media. La gente también llegaba a pie, conversando enérgicamente mientras cientos de personas esperaban al orador, el líder de la oposición Juan Guaidó, como si fuera una estrella de rock.
“¡Está pasando! Se viene el cambio porque no hay otra forma de deshacerse de este Gobierno”, me dijo esa noche Alberto Sánchez, un vecino jubilado de la empresa estatal de electricidad.
Hace dos años y medio, Caracas estaba en plena efervescencia política, una mezcla de ansiedad, alegría y esperanza. Despojado de su autoridad como jefe de la Asamblea Nacional por el presidente Nicolás Maduro, Guaidó formó un Gobierno en la sombra respaldado por decenas de países.
Los venezolanos llenaron plazas y salones para escuchar sobre la restauración de la democracia. La política dominaba las mesas, las conversaciones con amigos en el extranjero e incluso las filas de los supermercados. Había muchas expectativas de que Maduro, que había llegado a la presidencia en unas elecciones fraudulentas, fuera obligado a abandonar el poder.
Como periodista, siempre he evitado hablar de política fuera del trabajo por lo polarizante que es. Pero esta vez fue difícil. En las reuniones familiares, todos preguntaban: ¿Cuál es la última noticia? ¿Cuándo caerá el Gobierno? Apenas tenía tiempo de formular una respuesta cuando mi teléfono celular me alertaba de otro acontecimiento de última hora.
Todos los días había algo nuevo: detenciones políticas, negociaciones, apagones en todo el país, rumores de golpes militares e invasiones extranjeras. Surgió un ritual de maldecir a Maduro a coro en los partidos de fútbol y en las calles.
Hoy, bien podría estar viviendo en un otro país. La pesadez y la desilusión llenan las calles. Las plazas públicas están vacías. Las protestas de enfermeras y médicos, maestros y vecinos por el agua o el gas para cocinar casi han desaparecido. Ni la agitación política que crece en la cercana Cuba, un antiguo aliado del Gobierno de Venezuela, ni la detención armada de un miembro clave del partido de Guaidó y el acoso al propio Guaidó han sacado a los venezolanos de su desesperación.
La pandemia no ha ayudado, especialmente sin un plan de vacunación sólido. Es como estar escuchando grillos... puro silencio. El debate político, antes tan vivo, ahora está tan muerto.
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Como me dijo un conductor de camión de comida que había esperado 12 horas en la fila de una gasolinera, “estoy harto de los políticos”. Un primo dejó de ver los noticieros estatales y se salió de Twitter porque “todos los políticos mienten”.
O como dijo un líder de la oposición vecinal: “Hemos pasado de una gran efervescencia política a una gran frustración. Estamos cansados y fragmentados, replegados en nuestros intereses personales”.
Hace unos años, Gian Franco Misciagna, dueño de un café de 37 años en Bello Monte, no necesitaba radio ni redes sociales. Sus clientes comentaban las últimas noticias mientras pedían un café.
Lo que ahora escucha son conversaciones sobre bienes raíces. Los propietarios en el extranjero se habían aferrado a sus propiedades. Ahora se están deshaciendo de ellas, incluso si eso significa perder dinero. El mercado inmobiliario se desplomó un 65% entre el 2012 y 2018, según la Cámara Inmobiliaria de Venezuela. Desde entonces, los precios han subido un 10%. Pienso en la oscuridad que veo desde la ventana de mi casa: hileras de apartamentos vacíos.
Melania Castro, abogada penalista de 58 años, viuda con tres hijos fuera del país, estaba sentada en una plaza después de vacunarse, esperando a sus hermanas. “Yo era una de las más entusiasmadas con un cambio político, hace unos años”, dijo. “Ahora creo que si llega, no estaré viva para verlo”.
Hace unos días, Guaidó dio una rueda de prensa en un parque infantil cerca de mi casa porque los hoteles y otros lugares, por temor al Gobierno, ya no le alquilan espacio. Había menos de una docena de automóviles y no más de 50 personas, en su mayoría personal y prensa.
“¿Guaidó está aquí?” preguntó un vecino de 61 años que pasaba por el lugar. “Es un bandido. Todos los políticos lo son”.
Siguió caminando.