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Estrés laboral

| El día en que entré a trabajar a la empresa me recibieron con una sonrisa. Me guiaron hasta el que sería mi lugar, me mostraron mi escritorio, mi silla, mi computadora e incluso me regalaron una taza blanca con mi nombre impreso en color naranja. En el cajón del escritorio encontré un objeto oscuro, pesado y circular que hice mío de inmediato buscando cumplir las expectativas que yo creía que los demás tenían de mí.

Al terminar la primera jornada apagué la computadora, ordené mi escritorio, cerré los cajones y dando las buenas noches me retiré a casa. El objeto oscuro, pesado y circular ya estaba en la bolsa de mi pantalón. O quizás en mi pecho, en mi alma, en mi corazón.
Era el estrés laboral que desde ese día llevaría conmigo a donde quiera que fuera.

En mis años de estudiante nadie me dijo cómo sería trabajar. O tal vez cuando lo hicieron no supe escuchar. Ansioso, yo solo pensaba en terminar la universidad, comenzar a laborar, ganar mi propio dinero y conseguir, al fin, la independencia.

Había observado en otros lo que implicaba trabajar, pero no tenía ni idea de cómo era realmente eso de despertarse una y otra vez para seguir siempre la misma rutina, luchar ante las adversidades del día a día, de proyectos que se atoran, de cosas que jamás salen como uno espera, de implacables y crueles fechas de entrega. Había visto en el rostro de mi propio padre los ojos cansados al llegar a casa esperando en aeropuertos vuelos demorados, desviados, atiborrados o cancelados. O su sombra partir al amanecer vistiendo un gorro de Portillo para el frío de la madrugada y volver a casa ya sin luz, con los hombros quebrados por las preocupaciones que implicaban las posibles devaluaciones, los golpes de estado en los países a los que viajaba, los rumores sobre el cierre de la compañía en la que trabajaba con tres hijos estudiando la universidad al mismo tiempo. Pese a tenerlo enfrente, jamás se me ocurrió pensar en lo que implicaba vivir con el lastre de ese objeto oscuro, pesado y circular alrededor del cuello. Ni en cómo me podría llegar a afectar.

Aunque realmente amaba lo que hacía, desde ese primer día empecé a sentir el peso del estrés laboral presionando mi cuello, mis hombros, mi corazón. Peso que cada año se iba haciendo un poco más difícil de tolerar por el incremento de tareas y responsabilidades. Siguiendo mi intuición, intenté domarlo de la mejor manera posible. Me mostré fuerte ante la adversidad, optimista en los días nublados y traté de ser menos aprensivo, de no tomármelo todo tan en serio.

Claro, sin dejar de trabajar, sin descuidar mi desempeño.

Luego empecé a correr para domar mis emociones. Corrí mucho. Demasiado. En los kilómetros encontraba algo de sentido, pero este se desvanecía en cuanto dejaba de moverme. Entonces regresaba la confusión y el insoportable peso de ese objeto oscuro, pesado y circular que hice mío el día en que empecé a trabajar.

Hasta que un día colapsé y todo se vino abajo. Aunque no pretendo contar esa historia, en el arduo camino para encontrarme entre los escombros de mí mismo, aprendí algunas cosas sobre el manejo del estrés laboral que aquí comparto porque sé que todos lo vivimos. Empleados o emprendedores, dueños de negocio o asalariados, fotógrafos o escritores, las exigencias del mundo laboral actual son brutales. Las expectativas mayúsculas. Y las herramientas que solemos tener para hacerles frente escasas…