Los optimistas tenían la esperanza de que darle a China la bienvenida a la economía mundial la haría una “stakeholder responsable” y traería la reforma política al país. Donald Trump vociferaba que esa postura era débil y, ahora, Joe Biden está convirtiendo esa grandilocuencia en una doctrina que enfrenta a Estados Unidos contra China, una lucha entre sistemas políticos que, señala, solo puede tener un ganador. Se trata del cambio más dramático en la política exterior estadounidense en cinco décadas, desde el viaje de Richard Nixon a China.
Biden y su equipo basan su doctrina en la creencia de que China está “menos interesada en la coexistencia y más en dominar”. La tarea de la política estadounidense es atenuar las ambiciones chinas. Estados Unidos trabajará con China en áreas de interés común, como cambio climático, pero contrarrestará sus ambiciones en las demás. Eso significa acopiar fuerzas internamente y trabajar con aliados que puedan complementar su peso económico, tecnológico, diplomático, militar y moral.
Mucho de esa doctrina tiene sentido. El argumento optimista se derrumbó ante la realidad del poder chino. El Gobierno de Xi Jinping, ha acuartelado el mar de China Meridional, ha impuesto el régimen del partido Comunista en Hong Kong, ha amenazado a Taiwán y ha intentado socavar valores occidentales en organismos internacionales. Muchos países están alarmados ante la “diplomacia de lobo guerrero” del país.
Pero los detalles de la doctrina contienen muchos aspectos preocupantes –sin mencionar que es poco probable que funcione–. Un problema es cómo Biden define la amenaza. En vista que la política en Washington está fracturada, parece sentir que necesita el espíritu de Pearl Harbor para revitalizar un sentido de propósito nacional, lo que es un error de cálculo. Por ejemplo, es improbable que los republicanos comiencen a respaldar la agenda interna de Biden solo porque en su carátula tenga impresa la palabra “China”.
Peor aún, mientras más retórica estridente utilice para galvanizar a los estadounidenses, le será más difícil galvanizar aliados y potencias emergentes como India e Indonesia. Biden está sobreestimando la influencia de su país y subestimando cuánto tienen que perder potenciales aliados si le dan la espalda a China, que se convertirá en fuerza dominante. Será la mayor economía del mundo y ya es el principal socio comercial de bienes del doble de países que Estados Unidos.
En lugar de imponer una decisión a otros países, Biden tiene que ganárselos y su mejor chance es que su país demuestre que puede prosperar y ser el líder de una economía mundial abierta y exitosa. En este punto, los detalles de la doctrina también son inquietantes: en lugar de aprovechar las ventajas de Estados Unidos como defensor de las reglas globales, el Gobierno está usando la amenaza china para promover su agenda interna, llena de intervención gubernamental, planeamiento y controles. Se parece al desacoplamiento que está aplicando China.
Inevitablemente, los planes de Biden tienen dilemas. El centro de sus ataques a China es su violación de derechos humanos, en especial de la etnia uigur, sujeta a campos de internamiento y trabajo forzado en la región de Sinkiang. El centro de su política sobre cambio climático es la transición a energías renovables. Pero ambos están entrelazados, al menos en el corto plazo, porque Sinkiang produce el 45% del silicio usado en la generación de energía solar.
Un problema más profundo de la doctrina es su proteccionismo blando, que favorece a las empresas tradicionales sobre las competidoras y es probable que debilite la economía en lugar de impulsarla. El nuevo programa lunar (Artemis) es popular porque muestra que Estados Unidos le saca ventaja a China, pero es dinámico porque permite una competencia en la que firmas como SpaceX y Blue Origin pueden brillar.
Un tercer problema es que la doctrina hará más cautelosos a los aliados: si el objetivo de cortar lazos con China es crear buenos empleos sindicalizados en Estados Unidos, los demás países se preguntarán cómo se beneficiarán. En suma, se trata de una oportunidad desperdiciada.
Si Estados Unidos quiere impedir que China remodele el orden global a su imagen, debe defender la globalización. En el centro de dicho enfoque estarían el comercio y el sistema multilateral, que son el reflejo de la fe en que la apertura y el libre flujo de ideas crean ventajas para la innovación.
Si Estados Unidos quisiera frenar a China en Asia, se uniría al TLC panasiático del que se alejó el 2016. Aunque ahora es improbable, podría buscar nuevos acuerdos ambientales y de comercio digital. También debería poner dinero e influencia en nuevas ideas que refuercen el orden occidental, tales como vacunas para futuras pandemias, sistemas de pagos digitales, ciberseguridad y un esquema de infraestructura que compita con el chino. En lugar de copiar el nacionalismo tecnológico de China, Estados Unidos debe reafirmar lo que hizo fuerte a Occidente.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2021