Esta semana recordamos a Paul Volcker, y merecidamente, porque ayudó a marcar el comienzo de una era de prosperidad estadounidense en la década de 1980 al reducir la inflación de Estados Unidos que era de dos dígitos en ese entonces. Sin embargo, una parte igualmente significativa de su legado son los efectos del “choque Volcker”, como se le llama, en las economías de América Latina.
Para la mayor parte de América Latina, la década de 1980 fue una década perdida. Volcker no tuvo la culpa de la debacle, pero el episodio revela los dilemas morales que enfrenta cualquier banquero central.
La década de 1970 trajo un auge a América Latina. Los altos precios OPEP del petróleo y la política monetaria laxa de EE.UU. generaron enormes excedentes de liquidez. Esos fondos fueron reciclados como préstamos bancarios a muchas economías emergentes en el continente. En 1970, los préstamos de banca comercial de EE.UU. a América Latina fueron de aproximadamente US$ 29,000 millones; para 1978, eran de US$ 159,000 millones; y para 1982, ya ascendían a US$ 327,000 millones.
La mayoría de los préstamos se utilizaron para financiar el consumo en lugar de la infraestructura, y las tasas de crecimiento económico aumentaron. Para México, el crecimiento anual del PBI a menudo superaba 6% en los años 70 (en comparación, el crecimiento actual de México, incluso con el TLCAN, generalmente está en el rango de 2%). Infortunadamente, no era una situación sostenible.
Cuando Volcker asumió el liderazgo de la Reserva Federal de EE.UU. en 1979, entendió que el país iba por un camino insostenible de alta inflación. Respondió con un régimen monetario bastante complicado que, en esencia, condujo a tasas de crecimiento monetario más lentas y a tasas de interés reales mucho más altas. El cambio, combinado con el aumento del precio del petróleo de 1979, impuso una recesión importante a EE.UU., y tuvo un impacto negativo mucho mayor en América Latina.
Los bancos mundiales aumentaron sus tasas de interés para préstamos y redujeron sus períodos de reembolso. A mediados de los años 1970, las tasas reales de préstamos a América Latina oscilaban en el rango de cero, pero a principios de los años 1980 estaban entre 8% y 10%. La liquidez se eliminó y el potencial de crecimiento subyacente de las economías de la región no era lo suficientemente fuerte como para sostener la deuda. Esto afectó también a otras partes del mundo y se llegó a conocer como "la crisis de la deuda del tercer mundo".
La crisis llegó a un punto crítico en 1982, cuando México anunció que ya no podría pagar su deuda, lo que provocó una crisis financiera y un colapso monetario. Finalmente, 16 países latinoamericanos también se vieron obligados a reprogramar sus pagos de deuda. Esto también creó problemas para los bancos, ya que en 1982 los nueve bancos de centros monetarios más grandes de EE.UU tenían deudas latinoamericanas equivalentes a 176% de su capital, una cifra que aumentó a 290% cuando se incluyeron países menos desarrollados en otras partes del mundo. Finalmente, EE.UU. lideró un programa de rescate y reducción de deuda, con la participación del Fondo Monetario Internacional.
Sin embargo, para América Latina, las cosas nunca serían lo mismo. Los Gobiernos tuvieron que recortar el gasto, lo que a su vez condujo a más problemas de ajuste, similares a la crisis de la eurozona de los últimos tiempos. Las tasas de pobreza aumentaron bruscamente, y el estado de ánimo general se volvió pesimista. A fines de la década de 1980, el PBI per cápita de América Latina había caído de 112% del promedio mundial a 98%, un desplome impresionante y, según algunas medidas, el peor desastre financiero que el mundo haya visto, aunque regionalizado.
Las repercusiones en EE.UU. fueron más modestas. La posible insolvencia de algunos de los principales bancos de EE.UU., como Citibank, se ignoró en medio de la indulgencia y la esperanza de su retorno a la rentabilidad. Finalmente lo hicieron, pero en retrospectiva uno tiene que preguntarse si permitir tanta contabilidad bancaria no transparente, con la bendición de los reguladores, incluida la Fed de Volcker, fue una buena idea.
Otro legado importante fue el fortalecimiento de las instituciones internacionales. Su respuesta a la crisis de la deuda fue, ahora está claro, uno de los puntos álgidos del multilateralismo internacional. Al mismo tiempo, los aspectos de esa cooperación eran esencialmente un cartel de deudores internacionales, que imponía el reembolso latino en lugar de permitir más perdón. Por esos motivos, Volcker fue parte de un acuerdo menos que ideal.
Por supuesto, Volcker no tiene la culpa ni del exceso de endeudamiento de América Latina ni de la inflación fuera de control de EE.UU. Además, la mejor evidencia sugiere que México habría incumplido incluso sin los aumentos en las tasas de interés ocasionados por Volcker.
Sin embargo, imaginemos que tenemos una válvula que podría mejorar las condiciones en EE.UU. pero acelerar una crisis y condiciones económicas dolorosas para cientos de millones de latinoamericanos. Ahora imaginemos que, dado que nuestro trabajo consistía en administrar de manera responsable la economía de EE.UU., tuvimos que cerrar esa válvula.
Esa es la posición en la que Paul Volcker se encontraba en 1979. Esto, más que un salario bajo o una cobertura de prensa hostil, es lo que la gente quiere decir cuando se refiere a las cargas del servicio público.