Algunas partes de este artículo han sido extraídas de mi nuevo libro “Pensando fuera de la Curva”
A sus 30 años, mi tío Ítalo era un bebedor empedernido. A muy temprana edad había logrado el éxito económico importando productos de distintos países para venderlos con sobreprecio en el mercado local. Lamentablemente, ese éxito vino acompañado del vicio de la bebida que se hizo tan unida a él como la sal lo es con la pimienta. Nadie sabe con exactitud cuándo comenzó a empinar el codo, pero lo cierto es que era tal su devoción a Baco que a partir del mediodía ya se le veía borroso.
Contra los pronósticos que vaticinaban que, de tanto beber, terminaría sus días con una incurable enfermedad hepática, el menor de los hermanos de mi madre falleció de muerte natural. ¿Cómo así? Pues, una fría mañana de enero, con una botella de Merlot bajo el brazo, se quedó dormido sobre las sinuosas vías del tren. Puedo garantizarle al lector que no hay nada más natural en este mundo que morirse por completo después de ser arrollado y arrastrado un par de kilómetros por una vieja locomotora de noventa toneladas y sus catorce vagones[1].
Ítalo, que por años había querido ser el centro de atención del pueblo, finalmente logró su cometido el día de su entierro con una multitudinaria despedida. Concluidas las honras fúnebres, las lágrimas, el café y las galletas y cuando los restos del difunto (y lo digo literalmente porque el tren dejó apenas unos trocitos que no encajaban entre sí ) yacían tres metros y medio bajo tierra, mi madre recibió en calidad de herencia algunas mercaderías que el finado no había alcanzado a vender por su prematura partida (en varios pedazos), entre ellas, una mochila de color rosado con el estampado de la muñeca Barbie[2] decorando la parte frontal de dicho morral.
Mi progenitora que toda la vida ha sido una mujer muy práctica y que, con ocho hijos en su haber, hacía caso omiso a las diferencias de género que existían entre sus vástagos cuando la situación económica apremiaba (o sea, siempre), decidió que no habría mejor uso para la mentada mochila que dársela al menor de sus retoños (¡ese soy yo!), que apenas me había inaugurado en el kindergarten del pueblo.
Para mí que había sido enseñado que el color rosado es tan digno como el azul, el verde o el amarillo y que las niñas solo eran niños en versión cabello más largo, la entrega fue todo un acontecimiento ya que por primera vez mis padres me obsequiaban un objeto sin uso, ¡en calidad de estreno! Es que, en aquel tiempo, yo fungía de reciclador oficial de la familia (título nobiliario con el que nunca estuve de acuerdo), porque le heredaba de libros a calzoncillos a todos mis hermanos.
Pero, tan pronto se corrió la voz que un niño del kindergarten llevaba una mochila rosada de Barbie en su espalda, se armó un zafarrancho sensacional. La maestra del aula quiso entonces que yo comience a utilizar el baño de las niñas, las niñas votaron por darme el protagónico papel de palmípedo en el ballet del Lago de los Cisnes, los niños me expulsaron a empellones de sus juegos y el director del plantel, que coincidentemente era también el párroco de la iglesia, quiso freírme en la hoguera y de paso excomulgarme por hereje (esto último constituía un tremendo disparate porque para ese entonces yo ni siquiera había hecho mi primera comunión… ¡Aleluya!).
Por si este mayoritario rechazo fuera poca cosa, los depredadores de la escuela (que siempre miden dos litros y medio) se congregaron, cual sindicato previo a un día de huelga, y por unanimidad (sin más voto en contra que el mío, que para estos menesteres sirvió tanto como ponerle cenicero a una bicicleta), decidieron golpearme hasta el cansancio o hasta convertirme en puré (lo que sucediera primero), si no dejaba de usar la rosada mochila ipso facto.
En la otra esquina, perdón, por el otro lado, mi madre no quiso quedarse atrás y me dio su propio ultimátum (que incluía aplicarme la llave del serrucho combinada con la doble Nelson y de postre quitarme el Asperger de un torniquete en el pescuezo) si yo osaba dejarme amedrentar por el enemigo, lo que técnicamente a mis 5 años y medio me dejó entre dos fuegos.
Entonces, como diría cualquier coach de negocios certificado[3] que se respete, “pensé estratégicamente”, -claro que en aquel tiempo yo no tenía la menor idea de lo que esta frase significa, pero eso no importa porque estos coaches tampoco la tienen- y opté por enfrentarme al más benigno, frágil y menos mortífero de mis dos frentes de batalla: los abusivos del plantel.
Colofón de esta historia fueron los kilos de bullying que me hicieron los más grandes del colegio hasta que, de tanto golpe destrozaron mi mochila rosada de Barbie conmigo incluido, por lo que terminé llevando mis libros en las manos el resto de la primaria.
¡TRÁIGANME EL PAPEL HIGIÉNICO!
El candor popular ha elevado a la gerencia de innovación[4] al estratosférico y pluscuamperfecto grado del “abracadabra” de tal forma que pretende que su sola existencia sea suficiente para garantizar la producción de innovaciones en serie como si fueran hamburguesas de un McDonald’s. Sin embargo, cuando usted, ya sea por optimismo o mera ingenuidad, le presenta al gerente de innovación de turno, una nueva idea –de esas que se apartan de los parámetros lógicos y convencionales del producto que fabrica la empresa- éste la rechaza de plano, como si fuera una mochila rosada de Barbie, esgrimiendo un variopinto ramillete de excusas que incluyen la falta de presupuesto, la falta de mercado, la falta de tiempo, las faltas ortográficas (en caso que la haya presentado por correo electrónico), la falta de vínculo laboral (en caso que acaben despidiéndolo por aportar estupideces) y otras faltas de origen esotérico-cósmico que el ejecutivo en mención pudiera achacarle a tal idea.
A través de la historia, la sociedad ha rechazado las mochilas rosadas de Barbie, ideas que van más allá de los límites que la mayoría ha impuesto para considerar que un pensamiento es lógico, admisible y de sentido común. La mente está llena de prejuicios que constituyen la primera línea de defensa para prevenir que algún concepto del exterior atente contra nuestro personalísimo sistema de creencias y paradigmas. Somos intolerantes a toda idea disímil y singular que contradiga los parámetros racionales establecidos por el grupo, más aún, cuando somos parte de él y no estamos dispuestos a cuestionar este mindset colectivo por temor a ser expulsados de la tribu. Es que, quién define cuál idea es aceptable y cuál no lo es, siempre es la mayoría y ésta carece de incentivos para tolerar a cualquier pensamiento que se desvíe de la media.
En el mundo de los negocios también se rechazan las mochilas rosadas de Barbie. Aquí, los prejuicios asumen nombres propios tan glamorosos como las reglas y estándares de la industria, la opinión de los expertos, las mejores prácticas, los usos y costumbres comerciales, etc., cuya labor es oponerse a cualquier nuevo concepto que amenace con destruir a la principal de las creencias de una industria: su paradigma dominante. Por esta razón, el pensamiento inflexible y almidonado, aquel que prohíbe que la creatividad e imaginación del trabajador impugnen las creencias del sector, es la norma y no la excepción. Esta endogamia mental ha eliminado por completo la diversidad dentro de la organización y ha hecho casi imposible la creación de ideas con potencial innovador.
Desde que en 1890 los hermanos Clarence e Irvin Scott lanzaron al mercado el papel higiénico en rollo, éste no ha sufrido mayores modificaciones. Por el contrario, se ha mantenido estoico e inmutable como herramienta de limpieza de primera línea o raya (que son sinónimos), siendo útil e irreemplazable para millones de hogares. Pero la falta de papel higiénico en la hora punta puede ser tan complicada como que a su automóvil se le pinche un neumático y usted no lleve uno de repuesto (este ejemplo no aplica para los que viajan en transporte público). ¿Quién no se ha visto en apuros cuando, encontrándose sentado en el escusado en medio de una buena lectura, se ha dado tardía cuenta que del rollo de papel higiénico solo quedan el recuerdo y el tubo de cartón?
Entonces, entre la desesperación y la impotencia y ya dispuesto a sacrificar su autoestima, usted lanza al aire uno de los gritos de batalla domésticos más dramáticos y populares de los últimos cien años ¡Tráigame el papel higiénico![5] Este solemne y vigoroso clamor oculta uno de los secretos mejor guardados del marketing moderno y es que bajo estas vergonzosas circunstancias no hay preferencia de marca que valga y Kotler con todas sus lecciones de branding se pueden ir directo al tacho (o al escusado). Es que ante tamaña emergencia uno está dispuesto a todo y a estas alturas (que son como de dos centímetros porque nos coge con los pantalones abajo), después de dos horas de espera con las piernas más dormidas que oso en invierno y sin que nadie responda las repetidas llamadas de auxilio del agraviado, uno está literalmente dispuesto a limpiarse con cualquier cosa.
Supongamos que usted trabaja para el líder de la industria del papel higiénico y es convocado por el gerente de innovación de la empresa para generar ideas que ayuden a incrementar sustancialmente sus ventas. Entre las ideas que se presentan está la de un papel higiénico con tiras cómicas y crucigramas impresos en sus hojas, otro modelito que viene con triple hoja y esencia de aloe para evitar escaldaduras (buenísimo para los días de playa y, por último, su aporte, una cápsula que elimina la necesidad de utilizar papel higiénico después de ir al baño. La cápsula[6] que para su uso debe introducirse (por arriba o por abajo, eso lo dejo al gusto del lector) antes de ir al baño, es la única idea presentada que no utiliza papel como insumo, lo que contradice frontalmente los más fundamentales parámetros lógicos de esta industria y garantiza, a su vez, una diferenciación absoluta con respecto a sus competidores. ¡Toda una mochila rosada de Barbie!
¿Qué tan posible será que la idea de la cápsula higiénica sea aprobada e implementada por la empresa?
¿CULTURAL O FUNCIONAL? ¿CÓMO SE PRODUCEN LAS MOCHILAS ROSADAS DE BARBIE?
Por muchos años, conceptos de negocios que formaron parte de boyantes industrias han desaparecido sin previo aviso. El fonógrafo, las reglas de cálculo, las páginas amarillas, los discos de vinilo, los trompos, las carretas, el telégrafo, las máquinas de escribir, el alquiler de videos y muchos más, han sido eliminados del mercado por otras ideas que en su momento contradijeron las creencias de estas fenecidas industrias. No hemos aprendido que los sectores no se destruyen por implementar mejoras sino por introducir rupturas. Esto ha sucedido desde las remotas épocas de mi abuelita que de por si era tan vieja que, en lugar de llamar a sus amigas por el Whatsapp lo hacía utilizando la ouija. Es que ni los expertos, ni los futurólogos, ni los académicos son capaces de diferenciar una idea estúpida de una disrupción hasta en esta última se haya frente a sus ojos destruyendo una industria por completo.
Hay que indicar que la producción de conceptos con potencial innovador no tiene en absoluto que ver con un área funcional específica del negocio sino más bien con toda la organización. No se pueden crear feudos o monopolios alrededor de la imaginación. Hacerlo sería como colocar una alambrada de púas alrededor de su dormitorio para evitar que entren los zancudos (más efectivo es el Baygon[7]). Entonces, hay que desatar la creatividad en todo el personal, pero para que esto sea posible hay una conditio sine qua non que debe anteceder a la producción de nuevas ideas: el componente cultural que las permite.
Este componente llamado cultura innovadora es un conjunto de valores y prácticas que otorgan una expresa permisión o licencia para que la mente de todos los trabajadores de la organización pueda contradecir libremente los paradigmas de la industria sin ser sancionados por la alta dirección. Este tipo de cultura, además, garantiza la existencia de los procesos y recursos necesarios para que las ideas creadas, fruto de esta permisión, no se empolven dentro del buzón de sugerencias, sino más bien puedan implementarse bajo la forma de nuevos productos o servicios. La autoridad necesaria para otorgar semejantes permisos y recursos no la tiene ningún gerente de línea, en la mayoría de los casos, ni siquiera la tiene el mismo gerente general.
La cultura innovadora es la única que rompe prejuicios a nivel organizacional y la única con la capacidad de incentivar la producción de mochilas rosadas de Barbie en la mente de los trabajadores, para que éstos a su vez, se atrevan a ir más allá de los límites racionales de la industria sin inmutarse ni sonrojarse. De otro lado, intentar innovar bajo el auspicio de cualquier otro tipo de cultura puede ser tan difícil y frustrante como explicarle a un nativo esquimal el Teorema de las Desigualdades de Bell en idioma Swahili.
Toda cultura innovadora tiene tres niveles de recursión, cada uno de ellos dependiente del anterior. El primero y el más importante, el círculo exterior, es el que otorga los permisos y restricciones para contradecir las creencias de la industria. Este es el nivel que emite el certificado de nacimiento de todo proceso innovador que se vaya a dar dentro de la empresa porque aquí se autoriza la producción de ideas tipo mochila rosada de Barbie. Sin él, cualquier trabajador que invierta recursos en producir ideas con potencial innovador corre el riesgo de ser expulsado de la organización.
Lo que sucede en el segundo nivel, el círculo del medio, es natural consecuencia de las permisiones otorgados en el primero de ellos. Aquí se producen las ideas tipo mochila rosada de Barbie no como fruto de algún esfuerzo aleatorio o aislado de creatividad sino más bien como parte del mindset organizacional instaurado y avalado desde lo más alto de la empresa. Las ideas creadas en esta instancia tienen como característica su frontal oposición al paradigma dominante de la industria a la que pertenece la empresa. Esto tiene sentido, porque todos los conceptos de negocios que ya existen tienen como denominador común su estricta alineación con este paradigma y contradecirlo es lo único que garantiza que la idea recientemente creada sea única, singular y sin antecedente alguno en el mercado. Mientras que en este nivel se crean ideas como la de la cápsula higiénica, en el primer nivel se legitima su existencia.
El tercer nivel, el círculo interior, es el brazo operativo que evita que las ideas tipo mochilas rosadas de Barbie que se producen en el segundo nivel queden como un simple ejercicio intelectual de creatividad e imaginación (lo que si sucede en las culturas convencionales). Aquí, se tangibiliza la idea asignando los recursos y procesos necesarios para que ésta se convierta en un producto o servicio con potencial innovador. En este nivel se fabrican las cápsulas higiénicas y se lanzan al mercado. Para asegurar la producción de ideas tipo mochila rosada de Barbie, la organización debe pasar por cada uno de estos niveles. No existen atajos.
¿ENTONCES, ES POSIBLE VENDERLE MOCHILAS ROSADAS DE BARBIE A SU JEFE?
En las empresas que poseen una cultura innovadora, todos sus estamentos producen, en su diario quehacer, ideas del tipo mochilas rosadas de Barbie, por lo que no es necesaria la existencia de un comité que cierna, discrimine o elimine estas ideas mediante algún arbitrario sistema de puntos. Por el contrario, los aportes esperados, para todos los trabajadores, son ideas con potencial disruptivo por lo que un concepto como el de la capsulita higiénica no tendría inconveniente alguno en obtener el visto bueno de la dirección. Además, los recursos y procesos existentes serían suficientes para hacer viable su producción y lanzamiento.
Ahora bien, si su organización no ha establecido mecanismos para que las nuevas ideas se concreten asignándoles recursos y procesos, entonces la suya es una cultura meramente convencional (por más que aparezca en el top de la lista de las empresas más innovadoras del año de alguna revista local). En este caso, lo mejor que usted podría hacer es olvidarse de la cápsula, metérsela al bolsillo (mal pensado) o producir su propia quiebra[8].
Después del ejercicio de creatividad que organizó su empresa, la idea en mención será sometida a una serie de filtros entre los que se encuentra el comité de la inquisición de nuevas ideas. Mientras más contraria ésta sea al paradigma dominante de su industria, más rápido será descartada. El gerente de innovación no impedirá que el comité (que él mismo preside) elimine de plano la idea de la cápsula, es más, estará de acuerdo con ello. Pero, la cultura innovadora no es aquella que fomenta la creación de nuevas ideas sin ningún sentido económico sino la que establece las bases para concretarlas y colocarlas en el mercado. Bajo esta cultura convencional, el ganador seguramente será una de las versiones mejoradas de los tradicionales rollos de papel higiénico que bien podría ser la de las tiras cómicas que siempre son divertidísimas (y muy útiles cuando uno está en el inodoro y se le acaba la batería al teléfono).
Y ahora, toca responder la pregunta del millón, ¿por qué su empresa no necesita un gerente de innovación? La respuesta siempre estuvo entre líneas. Cuando el negocio tiene una cultura innovadora, es decir, otorga las licencias y permisos para que los trabajadores generen ideas contrarias al paradigma dominante de la industria, la presencia de un gerente de innovación es una simple redundancia funcional porque todo el personal actúa como si fuera uno, creando y haciendo tangibles mochilas rosadas de Barbie, el tipo de ideas que tiene potencial innovador. Sería como contratar un salvavidas para el equipo de natación.
Por otra parte, cuando la empresa posee una cultura convencional, la presencia del gerente de innovación deviene en ociosa y sin sentido (a menos que cambie el título del puesto por el de gerente de mejoras continuas), porque así la empresa haya contratado al gurú más pintado y la descripción del puesto incluya entre otras tareas la de crear conceptos con potencial innovador, si ésta no ha otorgado los permisos necesarios para apartarse de las creencias del sector, el gerente no podrá cumplir con ese rol por más frustración que esto le genere. Sería como recibir el título de almirante en Suiza o Paraguay. Es que no es posible que la misma organización nombre un gerente de innovación al que jamás le permita innovar. Dicho en otras palabras, nombrar uno convierte a la empresa en incendiario y bombero a la vez.
Entonces, bajo cualquier circunstancia, la gerencia de innovación como tal, es un puesto eminentemente simbólico[9] y peligroso, para el negocio, hasta cierto punto[10], que forma parte del vasto folklore de la administración moderna y que no tiene ningún impacto en la producción de ideas tipo mochila rosada de Barbie o en hacer única la posición de la empresa en el mercado.
Aunque, soy consciente que después de haber escrito un artículo bajo este título, no ganaré el “Premio al Personaje del Año” que auspician generosamente la Asociación de Gerentes de Innovación de Empresas Que No Innovan y 3M (pese a que me he postulado al galardón como tres veces), espero que mi sacrificio haya servido para que el lector, comprenda porqué su organización, pese a contar con un área funcional de innovación, rechaza sistemáticamente sus ideas y, como inevitable desenlace, continua produciendo lo mismo que fabrican sus vitalicios competidores.
No sigo escribiendo más porque acabo de darme cuenta que no tengo papel higiénico y estoy buscando una capsulita para…
AVISOS PARROQUIALES:
- Cualquier comentario que usted quiera dejar con respecto a este artículo puede hacerlo en el link que aparece en la parte inferior (número 3) en donde también encontrará la versión larga de Mi Mochila Rosada de Barbie. Yo responderé todos los comentarios (buenos o malos) que los lectores hagan.
- Ahora bien, para todos aquellos que se sientan insultados o vilipendiados con este artículo (cosa que no fue mi intención) la Asociación de Gerentes de Innovación de Empresas que No Innovan se han aliado con la Asociación de Coaches de Negocios Certificados para formar un frente único que pidan mi deportación desde Los Ángeles, California y me encierren en alguna mazmorra del Polo Norte. Si usted es uno de los afectados, puede enviar su denuncia a 1600 Pennsylvania Avenue NW. Washington D.C. Att. Señor Trump.
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[1] Lo insólito y anormal hubiera sido que sobreviva al colosal atropello.
[2] Barbie es una marca registrada propiedad de Mattel.
[3] Incluyo también, a quienes obtuvieron la certificación tan sólo con haber leído el libro Coaching Para Dummies en su versión pirata.
[4] Este artículo entiende por innovación el acto de crear (por el lado de la oferta) y validar (por el lado de la demanda) nuevos conceptos de negocios. Para el autor, las mejoras no son innovaciones en sentido estricto y no son consideradas como tal en este documento.
[5] Para que el grito sea efectivo, los expertos aconsejan que el titular del alarido viva acompañado. Si usted vive solo y acostumbra pedir a gritos que le traigan el papel higiénico, puede estar ocurriendo cualquiera de estas dos cosas: que sea el tipo más optimista del mundo o que esté realmente chiflado.
[6] Se aceptan pedidos a domicilio.
[7] Insecticida producido por S. C. Johnson & Son.
[8] De este tema hablaremos en el capítulo 8 cuando expliquemos el método de la Quiebra Creativa.
[9] Desde lo que el autor considera innovación.
[10] Porque le da a la empresa la falsa sensación de ser innovadora dejándola vulnerable ante quienes en realidad lo son.